{"id":12234,"date":"2004-11-11T00:00:00","date_gmt":"2004-11-11T00:00:00","guid":{"rendered":"http:\/\/montanismo.org\/revista\/?p=12234"},"modified":"2004-12-13T00:00:00","modified_gmt":"2004-12-13T00:00:00","slug":"el_mezquital","status":"publish","type":"post","link":"http:\/\/montanismo.org\/2004\/el_mezquital\/","title":{"rendered":"El Mezquital"},"content":{"rendered":"
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Es de noche. Otra vez. Y yo sigo caminando hacia el sur, hacia las luces que se ven lejanas y que deben ser de El Mezquital. Hacia el norte se ve un resplandor de igual tamaño: Matamoros. Ahí, la presidencia municipal nos ofreció una mariscada completa en ese pequeño “puerto” que, nos dijeron, estaba a 36 kilómetros de Playa Bagdad. No estábamos para rechazar este gesto de generosidad, sobre todo pensando que después nuestra alimentación no sería tan rica. <\/p>\n

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Mariscos. Con sólo nombrarlos se nos había hecho agua la boca. <\/p>\n

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Pero eso iba a ser a las dos de la tarde y yo, en plena noche, sigo caminando hacia El Mezquital. Son las siete. Detrás de mí se han quedado Andrés y Alex con los kayaks, tapados con mantas espaciales. Delante de mí, en algún lugar, está Abraham. Fue a buscar a Alfredo en un raite que consiguió de una camioneta. La única que había en muchos kilómetros. Una suerte. <\/p>\n

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Pero la mariscada… <\/p>\n

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Me levanté temprano, vi el amanecer y luego fui a despertarlos. Era hora de navegar. Nos esperaba un largo trecho. Casi 60 kilómetros, no 36. Los mapas lo decían claramente. Sesenta kilómetros era mucha distancia y decidimos que Alfredo, quien estaría esperándonos en El Mezquital, se llevara toda la carga en la camioneta. Era un poco como hacer trampa pero habíamos mordido el anzuelo de la mariscada y allá íbamos, a recorrer una distancia larga en el mar, con viento en contra y con la promesa de que se soltaría en cualquier momento un norte que nos haría adelantar. <\/p>\n

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A los 22 kilómetros hay una escollera donde, me dijeron los pescadores, habían tratado de hacer un puerto para entrar a la Laguna Madre. Ahí hicimos alto. Estaba rota, como si fuera muy vieja. Y ahí —muro con conchas de mar—, habían puesto una cruz y un epitafio: <\/p>\n

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Me miraste profundamente a los ojos<\/p>\n

Dejé mi nombre en la arena<\/p>\n

Y mi lugar junto a ti.<\/p>\n

Buscaré otro mar.<\/em><\/p>\n

1975 <\/p>\n

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Un hombre de mar, sin duda. <\/p>\n

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Las luces del pueblo siguen estando lejos y ya he caminado mucho. Los pescadores nos habían dicho que El Mezquital estaba a 5 kilómetros y alguien dijo que si estaba tan cerca, mejor remábamos. Pero estábamos cansados luego de remar todo el día. Alex se había rozado las axilas con su playera y yo estaba cansado de remar en el Tempest<\/em>. Y habíamos tenido viento en contra. La surada<\/em>, tan poco conocida en comparación con los nortes.<\/p>\n

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Andar en el mar sin timón era una novedad, al menos en distancias largas porque ya en el Mar de Cortés los había usado. Y era cansado. A la orza aún no le hallaba la función. Si iba metida en el agua el kayak se desviaba ligera pero continuamente hacia un lado. Si estaba guardada, lo hacía al otro. A la mitad, seguía derivando hacia un lado o al otro, nunca pude saber por qué. <\/p>\n

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Decidimos no seguir. Era tarde y casi oscurecía. El norte anunciado para hoy no llegó. Era una lástima. ¿A qué distancia nos habíamos quedado de llegar? Yo había comenzado a andar con la esperanza de encontrar la camioneta o el pueblo en poco tiempo. A Alfredo le había dicho: “Si a las seis no aparecemos, entonces tendrás que buscarnos”. <\/p>\n

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Pienso en lo que me dijeron de la escollera. Una entrada a la Laguna Madre. Probablemente no. Después de esa, encontramos otras escolleras que eran más como rompeolas, una especie de protección para que los nortes o los huracanes no se lleve las dunas costeras y se rompa la única y estrecha división entre el mar y la laguna. Agua salina y agua salobre. Dos tipos de vida acuática divididos por una estrecha franja de tierra. ¿Cómo es que no había desaparecido? <\/p>\n

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Estábamos remando y vimos delfines. Eran delfines, no una mancha en el mar verdoso ni tampoco un tiburón. Delfines. Estaban tan cerca que casi podría tocarlos. No, no podría. Siempre se mantenían a unos metros de mí. Supongo que ya tendrían sus experiencias con los humanos. De repente me descubrí pensando hacia ellos: “No te acerques porque si bien yo puedo tratarte bien, alguien más no lo hará”. Y me dio mucha rabia y vergüenza ser parte de esta especie que todo lo destruye. <\/p>\n

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Una hora. He caminado una hora. Veo a lo lejos dos puntos de luz que se mueven y se acercan. Debe ser la camioneta. Entonces comienzo el retorno porque además ha iniciado el norte que lanza arena contra mi cuerpo. <\/p>\n

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Y sí. Alfredo llegó y fuimos a El Mezquital a dormir y cenar. La mariscada, a estas horas, se había esfumado. El dolor de espalda de Abraham también. Y todos nos tiramos a dormir después de cenar. No habían sido 36 kilómetros, sino 68 los que hay desde Bagdad hasta este puerto. <\/p>\n

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Las luces del pueblo siguen estando lejos y ya he caminado mucho. Los pescadores nos habían dicho que El Mezquital estaba a 5 kilómetros y alguien dijo que si estaba tan cerca, mejor remábamos. Pero estábamos cansados luego de remar todo el día.<\/em><\/p>\n<\/td>\n

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