{"id":12029,"date":"2003-12-28T00:00:00","date_gmt":"2003-12-28T00:00:00","guid":{"rendered":"http:\/\/montanismo.org\/revista\/?p=12029"},"modified":"2003-12-28T00:00:00","modified_gmt":"2003-12-28T00:00:00","slug":"volcanes_y_dunas","status":"publish","type":"post","link":"http:\/\/montanismo.org\/2003\/volcanes_y_dunas\/","title":{"rendered":"VOLCANES Y DUNAS"},"content":{"rendered":"
Galería fotográfica de este artículo<\/a><\/b><\/div>\n

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DUNAS<\/b>
Caminar es suave en las dunas. Poco a poco se sube en verdaderas montañas de arena hasta alcanzar la parte más alta para descubrir que más allá hay otra �cordillera� de arena. Subir y bajar, casi siempre en aristas finas, perecederas. Es un andar suave y silencioso. Sobre todo silencioso, de ese silencio que taladra los oídos. Sólo el crujir de la arena cuando la pisamos.
En la cima de la primera cordillera de dunas descubrimos que para llegar a la otra deberemos cruzar por una especie de oasis: una mancha vegetal entre ambas, muy curiosa. No es como si fuera un valle entre montañas, sino como otro cráter entre dunas. Un agujero verde donde abundan huellas de animales que no vemos por el mucho ruido que hacemos o porque su vida es nocturna. Huellas de caninos pequeños, liebres, muchísimos insectos �sobre todo el pinacate, ese pequeño insecto negro que le da nombre a la Reserva� y también huellas que las plantas han producido al moverse por el viento.<\/p>\n
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Este es un mundo aparte. No imagino cómo será atravesar esto en mayo, que es cuando el grupo de Altamira cruzó el desierto más al poniente. Por supuesto, es mucho más duro por el calor, por la arena más seca donde se hundían los pies y por la enorme reverberación del sol en esta superficie tan clara.
Pero si hay quienes han atravesado en la primavera tardía, también hay quienes han cruzado a mitad del verano, en la parte más ancha del desierto arenoso. Su forma de avance es similar a subir una montaña muy alta: hacen varias entradas para dejar el agua que usarán cuando crucen en definitiva. Fernando Ordaz, uno de los encargados de la Reserva, nos platicaba de un grupo de estadounidenses que lo hacen cada año desde hace muchos.
Nosotros apenas estamos probando lo que es este desierto silencioso, el que produce, como el mar, un miedo profundo. Alfredo escribiría después: �El primer día estuve a punto de desfallecer en la montaña. En el segundo, la experiencia de entrar a las dunas me llenó de miedo. pero estando dentro me sentí más relajado. Estaba ahí y no importaba más.�
Estábamos en el Gran Desierto de Altar.
ROMPER PARADIGMAS<\/b>
Durante el día, había tenido la idea de caminar de noche. Pero el atardecer me mostró otra realidad. Las pequeñas ondulaciones que tiene cada duna hacían danzar mi vista y me mareaba. Encender la linterna no entraba precisamente en mis planes, así que buscamos un lugar para dormir. Fue una depresión entre las dunas más altas de esa segunda cadena.
En el fondo, sólo podíamos ver arena y estrellas. Casiopea, la Polar, el Dragón, Orión… un manto increíblemente bello que se iba convirtiendo en increíblemente frío. Y ahí, por segunda ocasión, Jorge se enfrentaba con el rompimiento de unas costumbres implantadas desde siempre:
�Pude romper con muchos paradigmas y eso me alegra mucho. Paradigmas como el no salir a la montaña sin tienda de campaña o el llevar siempre una buena cantidad de comida. En fin: fueron cosas que al alejarse de ellas sentí que no son tan imprescindibles como yo creía.�
Cierto. Sin tienda de dormir y prácticamente sin comida. Desde el principio habíamos establecido que lo más importante era el agua y la ligereza de la mochila. Nuestro peso era la ropa de dormir, como 250 gramos de comida por persona y agua.
Pero mientras tanto, estábamos bajo las estrellas, rodeados de arena. Marco, que leía por las tardes algunas poesías de Sabines, dijo que no era precisamente esa poesía la que necesitaba leer ahí. Entonces caímos en cuenta que detrás de ese silencio hacía falta la risa de un principito. No estábamos arreglando una avería de nuestro avión, como Saint Exupery, pero de todos modos sentíamos esa presencia.<\/div>\n

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DISTANCIAS<\/b>
El amanecer fue fresco. Yo subí a lo alto de la duna mayor y tomaba fotografías de ahí mientras esperaba a los demás. Luces y sombras en un mundo de arena. A lo lejos, el mar, nuestra meta. No íbamos en dirección sur, directo al mar, sino tomábamos una diagonal con rumbo a Puerto Peñasco y así cruzábamos más distancia en dunas.
Puerto Peñasco. Ya teníamos poco agua y debíamos salir de ahí ese mismo día. Estábamos aún lejos aunque El volcán Santa Clara estaba mucho más lejos aún y nos servía como punto para medir distancias.
A veces, para disfrutar de ese silencio a solas, nos separábamos pero siempre estábamos a la vista. En una ocasión, vimos a Alfredo en lo alto de una duna, muy atrás y comentamos que por qué se quedaría tan atrás. De repente llegó su voz, sin necesidad de gritar: �Los estoy escuchando�. Miradas de sorpresa. En el desierto, ese mundo de silencio, un ruido mínimo viaja considerablemente nítido a grandes distancias.
En algún momento, comenzamos a pisar una costra en la arena, casi como si fuera un pavimento del desierto, pero no lo era. Más bien era como si se hubiera solidificado una parte de la arena con la ceniza volcánica negruzca y cuando la pisábamos crujía y terminaba rompiéndose. No era agradable pensar que lo que había costado cientos de años en formarse se rompía en un momento. Tampoco era agradable sentir cómo me hundía repetidas veces en las madrigueras de los conejos. Una y otra vez.
FINAL<\/b>
Pero eso fue nada en comparación con el pastizal al que llegamos y que tuvimos que cruzar durante horas. La prolongada temporada de lluvias había hecho que los pastos tuvieran semillas en esta época, pero las semillas estaban llenas de espinas y se pegaban a nuestra ropa. La primera vez, nos detuvimos a limpiarnos a fondo. Pero tres veces después, yo ya no hacía nada más que quitar las que realmente molestaban y dejaba mis piernas erizadas de espinas.
Jorge fue quien más sufría de ellas. Comenzó por fastidiarse y su exasperación fue creciendo hasta que las maldijo en colombiano y, finalmente, en mexicano. Nos reímos a carcajadas.
Al atardecer llegamos a una brecha para autos. Unos metros más allá, la vía del ferrocarril y luego, nuevamente una carretera. Pero decidimos parar en una casa, a pocos metros de la playa. Ahí terminaba el desierto y, poco más allá, comenzaba el otro mar, el de agua, con una playa larga, donde las mareas bajas podían dejar la línea del agua cientos de metros más lejos que las mareas altas.
Y era un mundo de conchas de mar. Ya antes las habíamos encontrado por centenares entre las espinas, en grandes manchas blancuzcas. Quizá los restos de concheros. Pero aquí eran parte del escenario. Nivel del mar. Sólo nos faltaba caminar a Puerto Peñasco. Sólo nos hacía falta una cosa importante: hacer una llamada telefónica a la Reserva para decir que ya habíamos salido del desierto.<\/div>\n

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HACIA EL MAR<\/b>
Bajamos por el lado sur del volcán hacia esa intensa llama de luz que ha estado destellando durante todo el día pero que vimos a la perfección desde la cima. Pero la bajada no fue fácil. No es sólo bajada, sino una intensa búsqueda en los caminos de lava para encontrar el camino menos complicado y también donde nuestras huellas produzcan el menor impacto en la vegetación, que tardaría muchos años en recuperarse de estropearla nosotros.
Al atardecer buscamos un sitio para dormir, pero no es fácil encontrarlo entra tanta roca afilada y, cuando lo hallamos, no es precisamente el sitio que nos gustaría si queremos observar el atardecer. Esa hora del día es uno de los espectáculos más impresionantes que se puedan dar en el noroeste de México. Por eso éramos tan quisquillosos con el sitio para dormir. Al final, elegimos un sitio apenas suficiente, pero que nos dejaba ver el juego de luces.
Al otro día estábamos ya caminando hacia el mar, pero antes debíamos cruzar otro muy distinto, más pequeño pero igualmente inmenso: el desierto de dunas, ahí donde sólo hay arena. Conforme nos acercábamos, esa tenue línea de color café muy claro que veíamos desde la cima del Santa Clara se iba agrandando y se notaba una �playa� muy marcada: ahí donde la vegetación termina. El verde da paso al color arena. ¿Cuánto tardaríamos en ellas?
SORPRESAS<\/b>
Era algo que no podíamos creer del todo, pese a estarlo viendo, palpando. Estábamos a quince metros del inicio de las dunas y justo antes, como si fuera un estero de vida, había una gran zanja donde había árboles. Los baobaabs de El Principito me vinieron a la mente: pequeños y robustos, fuertes como ningún ser vivo para resistir la sequía del verano, algunos con raíces de hasta 70 metros de profundidad.
Nos detuvimos y comentamos ese verdor mientras veíamos la arena hacia la que nos dirigíamos. Como el mar, las dunas imponen cierto respeto y así nos quedamos, sentados en ese verdor como no queriendo nadar en arena todavía. Hasta que nos levantamos y pusimos un pie en ella, una arena dura donde los pies no se hundían pero donde quedaban perfectamente marcadas nuestras huellas.<\/p>\n
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A partir de entonces, hicimos una sola línea de pisadas, salvo algunas ocasiones en que tomábamos fotografías o las veces en que Roberto se echaba a correr de pura alegría, subiendo y bajando por las dunas, como un niño en parque de diversiones. Sinceramente, esperábamos un terreno más movible pero nuevamente las lluvias lograron esta arena compacta. Si uno pisa con fuerza, a veces aparece arena más oscura, húmeda.
Pero en otras ocasiones, la arena es efectivamente más oscura. Ceniza volcánica pintada a franjas en la arena. Eso me planteó preguntas que durarían toda la caminata.<\/div>\n

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EL HOMBRE Y EL DESIERTO<\/b>
El Volcán Santa Clara es la montaña más alta del escudo volcánico de la Reserva de la Biósfera El Pinacate y tiene tres cumbres. La más alta, El Pinacate, no se ve desde la carretera ni desde la entrada a la Reserva. En algunas rocas del cráter hay oquedades suficientemente grandes para servir de cueva. Un valle así bien pudo servir de sitio de reunión de los antiguos pobladores.
¿Antiguos pobladores en El Pinacate? Se cree que los primeros hombres en la zona habitaron hace alre-dedor de 40 mil años y en la zona se han encontrado metates y vasijas de varias culturas. Los pápagos siguen teniendo mucho que ver con la tierra porque tienen senderos sagrados que aún utilizan. Es difícil creerlo vista la amplitud de la tierra y prácticamente sin agua, salvo el único río que lleva agua todo el año y en el cual existen peces: el Sonoyta.
PARA ENTRAR AL DESIERTO<\/b>
La Reserva El Pinacate y Gran Desierto de Altar fue creada por decreto el jueves 10 de junio de 1993 y pese a ser desierto, tiene una gran afluencia de visitantes. Si se va a la zona volcánica, uno debe pasar por la entrada oficial y registrarse. En el registro se le pide al visitante el lugar al cual va y la duración de su estadía. Si no salen a tiempo, la gente de la Reserva se pone en contacto con ellos.
En el caso del desierto es más difícil controlar la entrada, pero en la Reserva se sugiere ampliamente que se haga presencia física en las oficinas para registrarse, presentar un itinerario detallado de la ruta que se seguirá y, sobre todo, no cambiar esa ruta. Para mayor información se puede escribir por correo electrónico a
pinacate@conanp.gob.mx<\/a> donde se contestarán todas las preguntas que se formulen.
Para un contacto más directo, se puede llamar al teléfono de la Reserva (01-638-38-49-007) en el horario de 8:00 a 17:00 horas. Nosotros llamamos desde el desierto por un celular sin problemas.
La visita a la Reserva es altamente recomendable porque es la introducción al desierto, desde lo que es, su historia y algunos conceptos generales hasta sus normas de conservación. A la entrada de la reserva se le entrega al visitante una copia del
reglamento<\/a>.<\/div>\n

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Los pies andan sobre roca volcánica negra, esa roca cortante que lacera la piel al tocarla y que desgasta cualquier calzado con mucha rapidez. Alrededor, el verde de las choyas, de los sahuaros, de la multitud de plantas que están increíblemente verdes en invierno: consecuencia de una larga temporada de lluvias. Negro y verde. Es increíble lo verde que está el desierto para ser invierno. Esta vida sembrada por la lluvia durará.
Continuamente vemos hacia abajo, a esa enorme extensión que no tiene más obstáculos que el alcance de la vista: llanos inmensos donde apenas se dibuja la extensísima línea recta de la carretera, que ya no vemos desde aquí. Y en esa extensión, cráteres enormes, como si fueran muy antiguos. Demasiado quizá. Algunas veces sólo se ve el cráter, como si fuera agujero horadado en esta enorme superficie plana. Así es El Elegante, un cráter de más de 1,600 metros de diámetro, circular y simétrico.
Estamos subiendo al volcán Santa Clara, el más alto del escudo volcánico de la Reserva El Pinacate.
LA CIMA DE OTRO MUNDO<\/b>
Poco a poco, el mundo va quedando a los pies, hasta que uno ya no encuentra un solo paso más que dar hacia arriba. Es la cima de El Pinacate, una de las tres cumbres del Santa Clara. Más allá, los otros dos picos que formaron el cráter del volcán, cuyo fondo pasamos hace una hora allá abajo. No es el punto más alto del planeta, pero en este momento estamos en lo más alto de la Reserva, a 1206 metros de altitud.
Muy lejos, hacia el suroeste, se yergue una majestuosa mole rocosa: la Sierra de San Pedro Mártir. Hay quien dice que el padre Eusebio Francisco Kino descubrió que Baja California era una península justo al llegar a la cima de El Pinacate, aunque sigo sin entender por qué se le da el crédito a Kino por ese hallazgo cuando en 1540 los barcos que iban a la par de la expedición de Francisco Vázquez Coronado a las Ciudades de Cíbola y Quivira ya habían llegado al final del Mar de Cortés y remontado un poco el Río Colorado. Errores que se perpetúan en la historia. Como sea, la costa de Baja California se dibuja claramente, como vista desde un barco.
A los lados, arena, sobre todo al occidente, donde se pierde de vista. Con la luz de invierno se pueden ver las sombras de las dunas. Enormes, considerando la altura a que estamos. Pero no vamos hacia allá. Nuestro viaje es en otra dirección: deberemos cruzar todo el escudo volcánico y finalmente entrar a las dunas para llegar a Puerto Peñasco.
En la libreta de cumbre, junto al Punto Geodésico instalado en plena cumbre, alguien apuntó: Â?Somos seis mexicanos y un colombiano…Â? Y tres anotaciones más tarde, Jorge Pachón, nuestro amigo colombiano, escribe: Â?Yo soy el colombiano del que hablan arriba…Â? En realidad somos siete seres humanos extasiados por la inmensidad. Karel escribiría días después:
�Sólo el desierto y la cima del Iztaccíhuatl han podido despertar en mí esa sensación de majestuosidad. Es una consecuencia de su tamaño, obviamente. En el Iztaccíhuatl se mide por las múltiples cumbres que aparecen una tras otra; aquí se mide porque no hay nada.�<\/div>\n

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Ahí donde el estado de Sonora se adelgaza y se dirige hacia la península de Baja California, está la Reserva de la Biósfera El Pinacate y Gran Desierto de Altar, una zona muy amplia de volcanes y desierto. El cruce de la reserva a pie cruzando el escudo volcánico y la parte más angosta de dunas es el tema de este artículo.<\/div>\n

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