{"id":11574,"date":"2001-04-01T00:00:00","date_gmt":"2001-04-01T00:00:00","guid":{"rendered":"http:\/\/montanismo.org\/revista\/?p=11574"},"modified":"2003-05-08T00:00:00","modified_gmt":"2003-05-08T00:00:00","slug":"los_tremendos_cocoyomes","status":"publish","type":"post","link":"http:\/\/montanismo.org\/2001\/los_tremendos_cocoyomes\/","title":{"rendered":"LOS TREMENDOS COCOYOMES"},"content":{"rendered":"
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Antes habían los tremendos cocoyomes. Eran muy grandes y [se] comían a la gente [los rarámuri]. Andaban en cueros siempre. Se comían a la gente en sus tesgüinadas y bailaban. Eran gente mala [por eso] Rayénari [el sol] se enojó y bajó. Quemó a todos los cocoyomes y luego volvió a subir y ya no hizo tanto calor. De los cocoyomes sólo quedaron unos pocos que se habían escondido en una cueva grande. Los tarahumares ya no querían a esa gente y dijeron “tenemos que matar a los cocoyomes”. Entonces les dieron unos niños para que se los comieran. Les gustaban mucho los niños. Por eso les dieron unos pocos. Entonces, los cocoyomes hicieron una tesgüinada en su cueva grande y se emborracharon. Los tarahumares llevaron muchos litros de chile quepín y los pusieron a la entrada de la cueva y cuando estuvieron borrachos los cocoyomes, le pusieron lumbre y con el humo se ahogaron todos. Sólo unos pocos quedaron y cuando iban saliendo los mataban a saetazos. Esa es la historia de los tremendos cocoyomes. Ahora sus huesos se ven en las cuevas de los cerros. En tarahumar, también se dice “tubares” a los cocoyomes.<\/i><\/p><\/blockquote>\n<\/blockquote>\n

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Historia con polvo de siglos en boca de un tarahumar. En plena sierra, al borde de la barranca de Güérachi, en “esta” sierra, luego de haber andado por “aquella” de enfrente, tierra de los tepehuanes del norte. ¿Cómo habíamos conseguido entrar al fascinante mundo de los tarahumares hasta llegar a escuchar una leyenda que habla sobre los extintos tubares?<\/p>\n

DOS CHABOCHIS (MÃ?S) EN LA TARAHUMARA<\/b><\/p>\n

Un mes de andar la sierra y sus sendas ocultas, de haber cruzado sus arroyos y ríos, de ser blanco de mosquitos y del sol… el cuerpo se ha acostumbrado entonces a los cansancios, a los tiempos y a las distancias de la Sierra Madre Occidental y aunque la expedición había concluido en Guachochi, quisimos ir en busca de aquello que no habíamos encontrado todavía en este viaje: nuestra parte india, como diría una gran amiga. Polo y yo, los únicos “sobrevivientes” de la expedición (los otros habían regresado ya a la ciudad de México) viajamos hacia la Mesa de Basiáguare y llegamos en plena mañana de un domingo, cuando la comunidad tarahumara en pleno realizaba una de sus sesiones. En rarámuri, por supuesto.<\/p>\n

Visita inesperada de dos chabochis con pantalones cortos y mochila a la espalda que dejaban en los ojos serranos un “¿Qué querrán?” Mujeres con amplios vestidos de colores vivos y niños pequeños cargados a la espalda, hombres con ropas de mestizo, unos pocos con taparrabos y kówera, con zapetas<\/i> de tres puntos y la piel curtida por el sol durante años… en medio de la sierra.<\/p>\n

Con los “amestizados” pudimos hablar casi inmediatamente, pero los otros simplemente nos ignoraron. Como si no existiésemos. De esa manera, nosotros, chabochis, no teníamos el mismo valor que ellos, los verdaderos hombres de pies ligeros.<\/p>\n

¿Cómo explicar a un grupo de tarahumares, interrumpidos en el pleno de su sesión, que lo que uno pretende es explorar su tierra y platicar con ellos? ¿Qué es explorar? ¿Caminar simplemente por gusto? Pueden entender eso, pues aunque la vida de los rarámuri es muy dura, ellos lo hacen a veces. Pero, ¿también se puede cargar por gusto? ¿Esos bultos tan enormes?<\/p>\n

Ahí estábamos, frente a una comunidad entera que cuestionaba todo lo que decíamos y con quienes queríamos convivir. Finalmente todo quedó entendido: “Nijé shiminare kokoyome witechi<\/i>” (literalmente: yo\/quiero ir\/cocoyome\/viven-lugar donde).<\/p>\n

UNA SENDA SEPULTADA<\/b><\/p>\n

Isidro Chávez, rarámuri de 22 años, se autonombró guía nuestro. Un Kuira-bá<\/i> en las horas tempranas del día y la breve plática que siguió, bastaron. Nunca le pedimos que nos llevara pues no podíamos disponer de su tiempo. El tampoco se ofreció y nosotros lo aceptamos. Simplemente nos “acompañó” porque no conocía las tan mentadas casas de los cocoyomes de las que había oído hablar desde niño. Grandeza de tarahumar.<\/p>\n

El descenso desde la Mesa de Ohiubo fue vertiginoso. Vértigo de la pendiente y no de la velocidad. El agua de los arroyos formados en las alturas se desbarrancaba en auténticos voladeros de roca maciza y vertical. Isidro caminaba con paso lento, suelto, movía unas ramas que le impedían el paso, brincaba unas rocas o se trepaba a otras para escudriñar la vereda que en poco tiempo se perdió. Lo veíamos detenerse de repente y mirar hacia abajo durante segundos, los necesarios para que lo alcanzáramos. Hubo una ocasión que dudé de él. Se había detenido para mirar justamente hacia abajo y estuvo así por mucho tiempo. Me asomé y lo único que pude decir fue: “Yo por ahí no bajo”.<\/p>\n

Pero Isidro sabía lo que hacía y nos daba una buena lección de cómo andar en aquel terreno tan suyo. Sin tomar en cuenta mi comentario, bajó rápidamente y no tuvimos más remedio que seguirlo. Hasta entonces comprendí que él no dudaba. Corroboraba. De alguna manera, sus ojos veían un camino abandonado ahí donde nosotros sólo veíamos rocas y plantas.<\/p>\n

Otras ocasiones nos esperaba sentado sobre una roca, escondido entre la espesura y nos llamaba a voz baja o con silbidos de aves. Sus zapetas de tres puntos se adherían muchísimo más que mis botas con suela antiderrapante con el mejor diseño para escalar. Se pegaban a la piedra, mojada o seca, se libraban de las plantas que se enredaban en los pies. El tarahumar era dueño de la sierra y había aprendido a leerle sus caminos.<\/p>\n

Selva de las barrancas, por encima volaban guacamayas de cinco colores y, más arriba, águilas y zopilotes. ¿Pumas, jabalines (sic), serpientes? Seguro que había, pero no los vimos y ni quien se acordara de ellos cuando lo más importante era poner manos y pies siempre en el lugar adecuado, bien atentos a cualquier saliente de la roca para no caer. En esa barranca no hubo tiempo ni de tomar una foto. ¿Hasta dónde había que seguir?<\/div>\n

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LAS VIVIENDAS<\/b><\/p>\n

A unos cuantos metros por encima del caudaloso arroyo, había una rotura en los paredones y en ese pequeño resguardo había una construcción como las de Bacís. Tenía tres “recámaras” muy similares entre sí y una de ellas estaba destruida por el paso continuo de los animales. Un metro setenta de altura, 1.5 metros de ancho y dos de fondo en cada una. Se guardaban de los cambios de temperatura de las diferentes estaciones.<\/p>\n

Pero si bien eran similares, también se diferenciaban de las de Bacís: no había olotes, metates, pinturas rupestres o alguna otra huella de la permanencia del hombre. Ni siquiera el agujero para encender la lumbre de todos los días dentro de la construcción. Quizá lo más notorio fuera la existencia de dos pequeñas ventanas de 10 centímetros por lado en cada una de las habitaciones.<\/p>\n

Por llegar a ese lugar habíamos caminado durante varias horas. Una sola casita, por llamarla de algún modo, que no tenía adorno alguno. ¿Decepcionarnos? No. No dejamos de sorprendernos porque a cada paso la fascinación del encuentro es máxima. Y la cara de Isidro, con una expresión de asombro, ojos bien abiertos. Así que aquí habían vivido los cocoyomes. Muy grandes no debían haber sido. O si eran grandes, no eran muy listos.<\/p>\n

Luego vino el ascenso. Isidro subía con prisa y no era cosa de perderlo pues salir de ahí sería bastante difícil sin su ayuda. El hombre se detuvo varias veces y siempre, lo descubrimos después, era en los sitios más espectaculares. Así, a cada alto bebíamos paisaje a torrentadas. Cascadas, arroyos, planicies al otro lado de la gran barranca. Una vez nos dio un descanso de media hora y sólo después comprendí que estaba esperando a que una nube tapara la mesa por la que íbamos a caminar porque el sol estaba derritiendo piedras.<\/p>\n

CUEVAS FUNERARIAS<\/b><\/p>\n

La sierra está poblada de cuevecillas de todos tamaños un par de muchachos con los cuales se encariñó Polo, nos llevaron a una de ellas. Era un cementerio tarahumar con osamentas, restos de collares, arcos, cuchillos, malacates para que hilaran las mujeres, olotes dentro de ollas que alguna vez tuvieron pinole… Osamentas de hombres y mujeres que alguna vez habitaron esta sierra y que han dejado de ser respetados para ser confundidos con los “tremendos cocoyomes” a los que hay que destruir porque Rayénari lo manda. El miedo ancestral a los huesos de hombres y a las cuevas ha detenido la destrucción. Pero existe otro peligro mayor aún.<\/p>\n

Hace varios años Â?y nadie puede saber cuántos, pero es algo reciente pues los jóvenes se acuerdanÂ? llegaron dos hombres que no hablaban la “castilla” ni el rarámuri. Con el poco español que hablaban, se dieron a entender con la gente y preguntaron por las cuevas donde había huesos, repartieron unos pocos pesos y se llevaron todo lo que había en más de 150 cuevas funerarias. Rodelas, collares, esqueletos, botones, ollas, petates, metates, olotes… Todo, en fin. Sus nombres: Jaime y Juan.<\/p>\n

Los mestizos contribuyen en mucho al despojo de los cementerios pues piden arcos, flechas y cuchillos y cuando no les agrada lo que les llevan, simplemente lo arrojan a un lado del camino, de donde nadie lo recogerá, por inservible. El tarahumar que camina por el otro mundo se ha quedado sin sus armas para cazar el venado, sin sus metates para hacer tortillas, sin su hilo para hacer sus vestidos. Una vez profanada su tumba, está perdido.<\/p>\n

COCOYOMES O TUBARES<\/b><\/p>\n

La historia de los cocoyomes no empieza ni termina aquí. Carl Lumholtz menciona en su obra “El México Desconocido” a los cocoyomes de manera vaga. Uno de sus colaboradores, el botánico Carl Vilhelm Hartman, permaneció durante los meses de junio y julio de 1893 entre los tubares y recopiló un vocabulario extenso, que es ahora la única fuente escrita sobre ellos y a partir de la cual se puede reconstruir algo de su vida cotidiana. Las siguientes son citas del doctor Luis González Rodríguez en su libro Crónicas de la Sierra Tarahumara<\/i>. (Colección Cien de México). Secretaría de Educación Pública, 1987, p. 392-393<\/p>\n

Según las tradiciones de los tarahumares, los tubares se extendían antiguamente a larga distancia, dentro de la Sierra Madre, e incluso ocupaban el territorio del pueblo tepehuán de Baborigame. Los tarahumares los calificaban de muy fiesteros y valientes, a pesar de que los tubares tuvieron que rendirse ante ellos, con quienes estuvieron en constante lucha.<\/i><\/p>\n

A lo largo del Río Fuerte, y particularmente a lo largo de su curso superior, existen varias habitaciones en cuevas que los tarahumares atribuyen a los tubares. Sus paredes están hechas de piedra y cierto lodo rojizo. Las moradas tienen a veces dos pisos…<\/i><\/p>\n

Se explica la extinción de los tubares por el contacto de una raza más poderosa que los absorbió: los rancheros mestizos y los mineros que llegaron a la región.<\/i><\/p>\n

Acaso los tubares se extinguieron por una lucha intertribal cuyos últimos restos quedan en forma de una leyenda. Acaso los cocoyomes también sean los tubares, pero nadie lo puede saber de cierto.<\/p>\n

EL REGRESO AL INICIO<\/b><\/p>\n

Había pasado un mes y medio desde que nos internáramos en la Sierra Madre Occidental, por el estado de Durango. Habíamos olvidado lo que era la luz eléctrica, el gas para cocinar, las carreteras pavimentadas. Aun en el ferrocarril hacia Chihuahua yo me sentía extraño. Escuchaba a los turistas sorprenderse de la Barranca del Cobre a la altura del Divisadero. ¡Y nosotros habíamos tenido el espectáculo de la Sierra Madre para nosotros solos durante 45 días!<\/p>\n

Nos habíamos acostumbrado tanto a la soledad y al silencio que se encuentra tan fácilmente en las barrancas y en lo alto de la Sierra que era un duro golpe recibir los chillidos de motores, las grabadoras encendidas a todo volumen… Necesitábamos el silencio, aquel que no era en realidad silencio, pues con él cada hombre habla de sí mismo consigo mismo. La soledad es la medida que el hombre vale.<\/div>\n

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Isidro caminaba con paso lento, suelto, movía unas ramas que le impedían el paso, brincaba unas rocas o se trepaba a otras para escudriñar la vereda que en poco tiempo se perdió. Lo veíamos detenerse de repente y mirar hacia abajo durante segundos, los necesarios para que lo alcanzáramos. Hubo una ocasión que dudé de él. Se había detenido para mirar justamente hacia abajo y estuvo así por mucho tiempo. Me asomé y lo único que pude decir fue: “Yo por ahí no bajo”.<\/div>\n

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