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SABOR A DESIERTO<\/b>
Hace cuatro dÃas que llegamos a Ceballos, pequeña población del estado de Durango que se ha hecho famosa principalmente por ser la puerta a la Zona del Silencio. Una camioneta nos transportó hasta unos kilómetros al noreste del rancho La Flor y nos dejó ahÃ, en medio de esa gigantesca zona árida. En adelante, el éxito de nuestro proyecto iba a fundarse en nuestras piernas y -más que nada- en nuestra voluntad. Nos propusimos atravesar 80 kilómetros de uno de los lugares más fascinantes de México: cruzar la Zona del Silencio y seguir más allá, por el grandioso desierto chihuahuense.
Dos dÃas nos bastaron para llegar al rancho Las Lilas, último lugar habitado y la puerta a la Zona. AhÃ, entre esa absorbente sequedad, hay hombres que se afanan codo a codo con el sol y logran sacar algunos cultivos a la tierra. El señor Amado nos escuchó con paciencia sobre lo que pensábamos realizar: “Muchos lo han querido hacer y nadie ha regresado. Una vez un gringo llegó (a la sierra de) Tlahualilo. Allá lo vieron con su mueble (camioneta) descompuesto. Pidió agua para regresar aquÃ, pero nunca llegó… Todo es puro desierto.” Hablaba como todas las personas que viven en y del desierto: con un profundo respeto hacia la tierra que les da la vida pero que, en un descuido, se las puede quitar.
Dos dÃas caminando nos habÃan dado a probar un ligero sabor a desierto: una lengua seca que clama agua en una zona de calor penetrante donde abundan las vÃboras de cascabel, los coralillos, las tarántulas, los alacranes, los coyotes (“que a veces están rabiosos”) y los pumas. HabÃamos visto también el otro lado de la moneda en forma de tortugas, liebres, patos, camaleones y garzas.
Una laguna de 150 metros de diámetro rodeada de grandes árboles y una vida animal innumerable forma un oasis y, aunque no estamos ni con mucho en un desierto extremadamente árido, disfrutar del azul del agua y el verde intenso del follaje es una delicia en donde todo tiene un color pardo o verde opaco.
HabÃamos delimitado de antemano la hora de mayor calor y las más frescas (las propicias para caminar con una mochila) e incluso ya habÃamos caminado de noche gracias a la luz de la luna, esa luna de octubre. AhÃ, en Las Lilas, descansamos bien y comimos mejor, pues faltaba lo más arduo: atravesar la inmensa llanura que nos separaba de la sierra Tlahualilo, ya en el estado de Coahuila.
HACIA EL CREPÃ?SCULO<\/b>
Comienzan a caer las gotas de lluvia. Son lentas, pero es inevitable que sean cada vez más frecuentes, más gordas. El ruido de los relámpagos persiste, pero ya no se ve el aspecto fantasmal del metal electrizado. Repaso con rapidez las caracterÃsticas del lugar donde acampamos: un lugar algo elevado del resto de la planicie y con un buen drenaje natural que se ha formado a través de muchos años de lluvias torrenciales espaciadas entre sà por varios meses, tal vez años.<\/i>
Salimos hacia oriente a las cuatro de la tarde y sabÃamos que no regresarÃamos a menos que obtener agua fuera del todo imposible. La consigna era llegar hasta la sierra Tlahualilo y buscar agua en las cañadas m s profundas. PodrÃa suceder una de dos cosas: si hallábamos agua, subirÃamos la sierra para explorar su parte superior y después regresarÃamos; si no existÃa, habrÃa que regresar hasta Las Lilas con cero agua en un lugar donde se necesitan entre seis y siete litros diarios por persona como mÃnimo.
Dos horas después hallamos un automóvil completamente cerrado con un enorme recipiente de agua dentro y nos detuvimos. Ubaldo, geólogo al fin, aprovechó para colectar fósiles y meteoritos. “¿Por qué nos detuvimos?”, me preguntaron. La respuesta era simple: el desierto es un lugar donde la distancia, el tiempo y las dimensiones normales se transforman. Se cree fácil dar un paseo por los alrededores y después no se encuentra el punto de partida. Quizá los del automóvil se habÃan extraviado Después de gritar bastante tiempo, apareció un estadounidense acompañado de su esposa. Con pico y martillo de geólogo habÃa colectado unos amonites de 60 millones de años de antigüedad; habÃa uno que medÃa 40 centÃmetros de diámetro y constituÃa una verdadera pieza de museo, pero era evidente que no serÃa para un museo mexicano.
Caminar hacia el oriente en el crepúsculo es toda una experiencia, pues se dirige uno hacia la noche, al encuentro con la oscuridad. La luz se diluye poco a poco y el crisol solar se opaca; el cielo cambia lentamente del azul pálido y brillante hacia un violeta oscuro pasando por toda la gama de los azules mientras a la espalda parece haber un incendio con los colores vivos. Luego, lo opaco se transforma nuevamente en luz: las estrellas. El espectáculo es fascinante y siempre lo he disfrutado en los amplios y limpios espacios del norte. Esta vez, sin embargo, la contemplación nos hizo cambiar de rumbo y de repente notamos que Ãbamos hacia el sur. Comenzábamos a caminar en cÃrculo.<\/div>\n
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FRENTE AL SOL<\/b>
El aguacero es ahora intenso. Dentro de la tienda da la sensación de estar dentro de un amplificador. Iván revisa las mangas que hemos puesto en el piso: no queremos inundaciones en nuestro ahora estruendoso refugio. Todos nos movemos hacia el centro de la tienda porque el contacto con la pared puede ocasionar una gotera, agua que nos impedirÃa dormir.<\/i>
A las seis y media ya habÃamos levantado el campamento y nos dirigÃamos hacia donde salÃa el sol. Nos habÃamos desviado mucho del camino que don Amado nos habÃa recomendado porque “hay varios pozos” y tuvimos que elegir entre perder un dÃa o encontrar un camino razonable. La segunda alternativa la tomamos porque creÃmos desde el principio que podrÃamos llegar a Tlahualilo pero, sobre todo, por algo que todos presentÃamos y nadie decÃa: de regresar, empezarÃamos a sentirnos derrotados y no era todavÃa el momento de decir no a lo que pretendÃamos lograr.
Caminamos y ascendimos un pequeño cerro. Como a las nueve nos detuvimos a desayunar. Cuando nos marchábamos, Ubaldo vio una cascabel oculta tras un arbusto. Era increÃble, pero habÃa estado casi 30 minutos en ese mismo sitio sin hacer ruido, una gran diferencia con la primera que nos encontramos y que nos avisó de su presencia -seguramente para proteger su rea de dominio- con un escándalo impresionante. La observamos y nos observó. Seguimos caminando y al rato tuve que dar un salto sorprendente porque casi piso una coralillo.
A las doce nos detuvimos a dormitar bajo un mezquite de cuatro metros de altura que nos daba algo de sombra. Mientras Ernesto estudiaba nuevamente los mapas y los otros dos se tendÃan en el suelo, yo escribÃa la bitácora. ¿Adónde Ãbamos? Nuestra reserva de agua era escasa y ante nosotros se extendÃa una planicie de varios kilómetros. HabÃamos sorteado la sierra La Paloma y encontrado una brecha que hacÃa años no se transitaba y que, al parecer, nos llevaba directamente a Tlahualilo, pero… ¿habrÃa agua?
SOBREVIVIR<\/b>
Si fuese de dÃa me detendrÃa a cada paso para fotografiar el espectáculo único en el desierto: casi toda la lluvia que cae aquà se derrama en unos minutos inundándolo todo. SemejarÃa tal vez un paisaje lunar invadido por la vegetación, charcos y rÃos por todos lados. Es una paradoja que en un lugar donde la vida la tienen aquellos que saben obtener y preservar su agua, sea éste el elemento que causa mayor erosión y moldea el paisaje. Si fuera de dÃa, claro, pero ahora estoy en la tienda, escribiendo en la semioscuridad.<\/i>
Caminamos desde las tres y tuvimos que llevar un paso moderado, no muy lento porque se acabarÃa la luz antes de alcanzar el objetivo; no muy rápido porque sudarÃamos en exceso. Es fácil decir esto en teorÃa, pero llevarlo a la práctica es más complejo, sobre todo sabiéndose cerca de un lugar donde probablemente hay agua. Metro tras metro y kilómetro tras kilómetro, nos acercábamos a Tlahualilo, sorteando arbustos y hierbas espinosas. En el crepúsculo, vimos a lo lejos varios autos que transitaban al pie de la sierra. ¿Un rancho? Casi a marchas forzadas llegamos ya de noche a un camino de terracerÃa. Detuvimos varias camionetas y hasta un camión de carga para pedir agua. Al chofer de éste le ayudamos a cambiar una llanta; después nos quedamos solos, a la orilla de una carretera que no es transitada mas que unas cuantas veces al dÃa y sólo unos dÃas a la semana. Después vino la tormenta eléctrica y la lluvia, el evitar que la tienda se inundara y un rato de calma para comer un poco, pero, ante todo, beber agua, ese salvavidas lÃquido y a veces cristalino. Mañana nos internaremos en la sierra.
TLAHUALILO, ANTIGUA PLAYA<\/b>
Estamos subiendo la empinada pendiente con gran dificultad. No es la inclinación el problema, sino la gran cantidad de plantas con espinas: no hay un solo espacio libre donde poner el pie y avanzar. Las espinas son múltiples en formas y tamaños. Hay que buscar continuamente el camino menos espinoso y eso nos obliga a grandes rodeos. Aquà no hay camino, ni siquiera existen las madrigueras de liebres tan comunes en el valle.
El andar es tan difÃcil y cansado que tardamos todo un dÃa en recorrer cinco kilómetros, hasta que encontramos un portentoso claro donde montamos la tienda. En la noche nos ocupamos en quitarnos las espinas. En esta superficie irregular hay mucha vegetación pero ni una sola gota de agua aprovechable. Como hemos acabado con la mitad del agua, preparamos dos destiladores solares para que funcionen durante la noche y después de cenar discutimos sobre la conveniencia de seguir. Nuestro objetivo, Tlahualilo, lo hemos alcanzado. Ernesto, quien desde hace dos dÃas tiene el mando, ha aprendido mucho de grupos y desiertos. El querer observar el Valle del Sobaco, al oriente, es una curiosidad que ahora nos parece innecesaria, sabemos que es tentar a la suerte. Yo no creo en la suerte, pero sà en el sentido común: ya es tiempo de decir no.
Al dÃa siguiente encontramos una zona fosilÃfera que jamás habÃa sido tocada. HabÃa amonites, gasterópodos y miles de erizos de mar en un sorprendente estado de conservación. Nuestros recuerdos serán muchos y todos bellos; un fósil y meteoritos en nuestra colección, algunas fotografÃas, correcciones hechas a los mapas y la enorme satisfacción de haber estado más allá de la Zona del Silencio, allà donde “nadie regresa”.
LOCALIZACION Y ACCESO<\/b>
La Zona del Silencio es una pequeña región del Bolsón de MapimÃ, comprendida entre los estados de Durango, Coahuila y Chihuahua. El término bolsón se aplica a las depresiones en el terreno y la de Mapimà es una de las más importantes del paÃs. Entrar y recorrer la Zona del Silencio es relativamente fácil si se cuenta con un buen vehÃculo, un buen guÃa y bastante agua. Todo esto se puede conseguir en Ceballos, la población más cercana. Para llegar a Ceballos hay que ir primero a Torreón y tomar la carretera a Ciudad Jiménez, Chihuahua. A 128 kilómetros de Torreón está Ceballos. El poblado, a simple vista, se parece a cualquier otro, pero tiene aspectos interesantes: algunas personas tienen colecciones de fósiles y meteoritos con las formas más insólitas.
La información topográfica del recorrido puede hallarse en los mapas del INEGI con claves G13B63, G13B64, G13B65, G13B66 (en escala 1:50,000) y G13-6 (escala 1:250,000). Debe recordarse que en el mapa G13B65 la brecha marcada al pie de la sierra Tlahualilo es ahora [1986] una terracerÃa transitable en todo tiempo.<\/div>\n<\/p>\n
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De la internacionalmente mencionada Zona del Silencio aún se sabe poco, el único medio de ir sumando información consiste en penetrar y recorrer ese desierto. Para saber lo que usted o yo encontraríamos el día que decidiéramos cruzar el erial, Carlos Rangel lo ha hecho por nosotros, y así nos narra sus impresiones.<\/p>\n
Harry Moller <\/a><\/p>\n","protected":false},"author":1001,"featured_media":0,"comment_status":"open","ping_status":"closed","sticky":false,"template":"","format":"standard","meta":{"jetpack_post_was_ever_published":false,"_jetpack_newsletter_access":""},"categories":[1007],"tags":[],"jetpack_featured_media_url":"","jetpack_shortlink":"https:\/\/wp.me\/p51GhY-2YK","_links":{"self":[{"href":"http:\/\/montanismo.org\/wp-json\/wp\/v2\/posts\/11454"}],"collection":[{"href":"http:\/\/montanismo.org\/wp-json\/wp\/v2\/posts"}],"about":[{"href":"http:\/\/montanismo.org\/wp-json\/wp\/v2\/types\/post"}],"author":[{"embeddable":true,"href":"http:\/\/montanismo.org\/wp-json\/wp\/v2\/users\/1001"}],"replies":[{"embeddable":true,"href":"http:\/\/montanismo.org\/wp-json\/wp\/v2\/comments?post=11454"}],"version-history":[{"count":0,"href":"http:\/\/montanismo.org\/wp-json\/wp\/v2\/posts\/11454\/revisions"}],"wp:attachment":[{"href":"http:\/\/montanismo.org\/wp-json\/wp\/v2\/media?parent=11454"}],"wp:term":[{"taxonomy":"category","embeddable":true,"href":"http:\/\/montanismo.org\/wp-json\/wp\/v2\/categories?post=11454"},{"taxonomy":"post_tag","embeddable":true,"href":"http:\/\/montanismo.org\/wp-json\/wp\/v2\/tags?post=11454"}],"curies":[{"name":"wp","href":"https:\/\/api.w.org\/{rel}","templated":true}]}}