{"id":11146,"date":"1999-02-25T00:00:00","date_gmt":"1999-02-25T00:00:00","guid":{"rendered":"http:\/\/montanismo.org\/revista\/?p=11146"},"modified":"2003-03-06T00:00:00","modified_gmt":"2003-03-06T00:00:00","slug":"por_la_boca_del_mar_de_cortes","status":"publish","type":"post","link":"http:\/\/montanismo.org\/1999\/por_la_boca_del_mar_de_cortes\/","title":{"rendered":"Por la boca del Mar de Cortés"},"content":{"rendered":"
\"\" Carlos duerme mientras yo sostengo con las dos manos el remo que nos sirve de timón. La noche se expande sobre nuestras cabezas, sobre nuestro velero (Golondrina<\/em>), que se desplaza con la vela hinchada por el viento. Estamos a muchos kilómetros de la costa más cercana y navegamos en una pequeña canoa de cinco metros de largo rumbo a Puerto Vallarta. Y aquí vamos, en estos cinco metros de velero, rumbo al este, siguiendo estrellas, amaneceres y sirenas invisibles. ¿Sirenas?<\/p>\n

—De alguna manera, el mar sabe, tocayo— me había dicho Carlos cuando me entregó el timón—. Y además sabe escuchar, si le hablas de la manera apropiada.<\/p>\n

Al principio creí que era superstición de hombre de mar, pero cada vez que yo timoneo y Carlos duerme, escucho las famosas voces. Sirenas… Nada del otro mundo. Más bien algo muy característico del mar, como escuchar las voces del río: milenarias y siempre nuevas. <\/p>\n

Los vagabundos del mar<\/strong><\/p>\n

Hasta hace un par de décadas, el mar de Cortés era el sustento de varias familias que se transportaban de un lugar a otro en pequeñas canoas hechas en un solo tronco de madera de huanacastle. Eran básicamente pescadores que se dedicaban a vender o intercambiar su pesca de tiburón por los objetos que más necesitaban. La canoa era su vivienda y su modus vivendi. Las canoas eran hechas en algún lugar de la costa de Jalisco llamado Cruz de Huanacastle y se llevaban a La Paz para venderlas. Esos "vagabundos del mar" ya no existen ahora y de ellos quedan sólo unas cuantas canoas dispersas y generalmente abandonadas a las que nadie presta atención. Los modernos veleros de fibra de vidrio las han desplazado. Así fue como desapareció la más auténtica tradición marinera de México.<\/p>\n

Una noche más larga<\/strong><\/p>\n

A las seis de la tarde salimos de Cabo San Lucas. Carlos timoneaba y me mandó a dormir para que estuviera fresco a la hora del relevo. Se dice sencillo, pero tratar de dormir en una canoa que fue usada por los "vagabundos del mar" desde hacía más de 50 años de edad y que apenas sobresalía del agua por unos cuantos centímetros es una realidad muy diferente de lo que conocemos por dormir. El movimiento en el mar siempre es continuo y conforme nos alejábamos, las olas iban adquiriendo proporciones mayores, así que el cuerpo tenía que hacer los movimientos necesarios para contrarrestar el oleaje y mantenerse aproximadamente en el mismo sitio.<\/p>\n

A veces, el filo de alguna ola entraba por la borda y el timonel, imposibilitado para achicar el agua porque debía tener las dos manos en el timón y toda su atención en la dirección de viaje, dejaba el trabajo de achique a quien estuviera "descansando", o sea: yo. Me incorporaba somnoliento, tomaba el achicador y vaciaba hasta la última gota. Después procuraba dormir.\"\" <\/p>\n

De repente, una ola enorme llegó y nos inundó. Yo me hinqué y de manera automática tomé el achicador mientras veía que el agua alcanzaba los bordes. Completamente inundados, de nada me servía un recipiente tan pequeño y busqué la cubeta. Carlos decía mientras hacía lo posible por mantener el velero en posición: "Con cuidado, tocayo, que esto es serio". Y lo era. Una segunda ola reventó sobre nosotros y, carentes de estabilidad por el exceso de peso, en cosa de segundos nos vimos lanzados por la borda al mar. Eran las dos de la mañana. <\/p>\n

Apenas nos recuperamos del chapuzón, los esfuerzos de ambos se centraron en un solo objetivo: enderezar el velero. Uno tras otro, los intentos por lograrlo se sucedieron. Metidos hasta el cuello —y a veces más arriba aún— en el agua, vimos salir la luna y desaparecer la noche y para cuando salió el sol ya estábamos agotados por el esfuerzo y el agua helada. El cuarto intento fue el definitivo: el ancla de mar (1) y la corrección de los errores cometidos nos hicieron volver a cubierta seis horas después de volcarnos. Las olas, que habían llegado hasta los cinco o seis metros, eran de apenas tres a esa hora, un oleaje casi agradable después de las embestidas que tuvimos por la noche. <\/p>\n

El velero, a fuerza de girar sobre sí mismo y resistir toneladas enteras de agua de un solo golpe, se había estropeado mucho. Habíamos perdido una gran cantidad de equipo y aunque estábamos a sesenta o setenta millas de Cabo San Lucas, no podíamos regresar porque teníamos la corriente y los vientos en contra. Lo último que habíamos visto de la costa fue el resplandor de las luces de la ciudad. Al amanecer, ni siquiera eso. Sólo una aleta de tiburón y, a lo lejos, el chorro de una ballena que sale a respirar. <\/p><\/div>\n

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\"\" Los días en el mar<\/strong><\/p>\n

—Con calma compañero. Es grande, pero ten calma. <\/p>\n

Una ola de cuatro metros se acercaba por la popa y yo estaba al timón. Se escuchaba su fuerte bramar acercarse y no había tiempo para cambiar de puesto. Entonces me acordé. Carlos me lo había dicho como un comentario, pero ahora tendría que funcionar. Volteé hacia atrás para verla y comencé a dar pequeños y rápidos movimientos al timón. La ola se acercó lo más que pudo y en el último momento se volvió una pequeña colina de agua por la que subimos y bajamos sin ninguna dificultad. ¡Funcionaba! Tal como había dicho Carlos, el mar podía escuchar. <\/p>\n

Es un mundo donde la vista resbala por sobre las olas hasta el infinito y se tiene la certeza de que las fronteras no existen. Cada ola es una voz que se interioriza, que enseña. Mundo fantásticamente colorido de azules, verdes y grises. Hacia la boca del Mar de Cortés el agua era verde pero en mar abierto el azul se hace profundo. Uno asoma la cabeza y ve hundirse la propia sombra en un abismo azul que parece no tener fondo. <\/p>\n

Desde tierra, uno siente respeto y la mayor parte de las personas ocultan con esta palabra el miedo que les provoca. Miedo ancestral. Una vez caminé hasta la Playa del Amor y vi estrellarse las olas con la arena blanca de la playa. Unos cientos de metros mar adentro, una lancha de ocho metros de largo, o sea, más grande que nuestro velero, parecía una cáscara de nuez. Comprendí. Tuve miedo. Mas pude establecer la diferencia entre éste y el respeto. Mundos contiguos. <\/p>\n

El cuarto día reiniciamos la navegación. No sabíamos con certeza la distancia que habíamos derivado pero eso no importaba mucho. Nuestra navegación era por estima siempre porque no llevábamos ningún instrumento de orientación. Era lo que nos había valido la fama de locos en Cabo y en La Paz. Nuestras guías eran sólo las estrellas, el sol, las corrientes marinas. Es lo que se conoce ahora por "navegación estilo polinesio", pues en ellos todavía se mantiene este antiquísimo estilo de navegar. Quizá estuviéramos a unas cien millas al sur de Cabo. De cualquier manera, seguíamos en la ancha boca del Mar de Cortés y nuestra ruta sería exactamente al oriente, hacia tierra firme. Deberíamos hacerlo en cinco días porque no teníamos mucha agua. \"\" <\/p>\n

Agua<\/strong> <\/p>\n

—Mucha suerte, mi hermano. Que les vaya muy bien y que no les falte agua. Sobre todo eso: que no les falte agua. <\/p>\n

Y la provisión de agua que tenemos está a punto de agotarse. Ayer nos acercamos a un gigantesco carguero japonés para pedirle agua. Nos oyeron y nos contestaron, pero no se detuvieron. Lo vimos desaparecer entre las olas y entonces Carlos dijo: "Un vasito de agua a nadie se le niega, hijos de…" No pude contener la carcajada. <\/p>\n

El caso es que ante la escasez nos decidimos a utilizar el desalinizador manual, la pieza de equipo más importante en el velero. Nos habíamos aprendido las instrucciones de memoria, pero volví a leerlas. Comencé a bombear mientras Carlos timoneaba. Subir, bajar, subir… Ejercicio bajo los rayos del sol del mediodía, completamente desnudo mientras mi ropa recién lavada se secaba. Bajar, subir, bajar… A los quince minutos el chorrito que salía de la manguera era agua completamente dulce. Vida. No nos iba a faltar el agua. <\/p>\n

El tiempo no nos alcanzaba para todo lo que teníamos que hacer. Comer, lavar los trastos, limpiar la cubierta, achicar el agua, ponerse y quitarse la ropa para lavarla, mover la vela, todo nos llevaba una gran cantidad de tiempo. El tiempo pronto se convirtió en algo sin sentido. Carlos miraba a veces el reloj para determinar cuánto habíamos dormido o trabajado pero por mera curiosidad. No podíamos basarnos en horas, minutos cuando lo que más podíamos medir era la cantidad de olas, los soles que pasaban sobre nosotros, los amaneceres bellísimos. <\/p>\n

Cada ola nos hacía descubrir características nuevas en la Golondrina<\/em>. Pronto aprendimos que podíamos "surfear" porque la forma de la canoa se prestaba totalmente a ello. Entonces alcanzábamos velocidades de siete y hasta ocho nudos. Velocidad fantástica para embarcación tan pequeña.(3) <\/p>\n

Tierra<\/strong> <\/p>\n

Las aves son cada vez más frecuentes. Desde sus alturas nos divisan a la distancia y se dejan venir en cosa de segundos porque saben que una embarcación a cientos de kilómetros de la costa significa para ellas descanso y probablemente también comida. Mas con nosotros se llevan una decepción, pues en toda la longitud del velero no pueden hallar un espacio seguro, es decir: lejos de uno de nosotros. Hace un par de días vino un pájaro bobo y se paró en la botavara a descansar, a un metro de donde estaba Carlos timoneando, pero se alejó antes de que pudiera tomarle una foto. <\/p>\n

Sin embargo, la cantidad y variedad de las aves nos indican que estamos cada vez más cerca de tierra. Tierra… ¿Hace cuánto que no la vemos? Días, noches. La última vez era una mancha difusa de luz en medio de la noche hacia el norte. Cabo San Lucas había quedado reducido sólo a eso después de unas horas de navegar. Ahora han pasado varios soles sobre nuestra piel y varias millas bajo el velero. <\/p>\n

Por la noche, Carlos me entregó el timón y se acostó a dormir. Algún rato después, la vi pero, aleccionado por los espejismos del desierto, dudé. ¿Un barco? Durante noches nos habíamos cuidado de ellos para que no nos atropellaran. Pero esta luz era más fuerte. Carlos se despertó y me preguntó cómo estaba. <\/p>\n

—Bien. Oye tocayo, dime qué ves hacia las 1230. <\/p>\n

—¡Un faro! ¿Desde cuándo lo estás viendo? <\/p>\n

—Hace un par de horas que me dirijo a él, pero no estaba seguro. Son las dos de la mañana. Duérmete y yo sigo timoneando porque llegando a tierra te dejo el velero. \"\"<\/p>\n

Al amanecer, el faro de Cabo Corrientes estaba a tres millas y quisimos navegar hacia el norte para entrar a Bahía de Banderas, pero no lo logramos: nos hacía falta la vela mayor que habíamos tirado a mitad del mar porque entonces nos estorbaba y sabíamos que sólo la usaríamos en la costa. Y he aquí que a siete millas de Vallarta, no podíamos llegar a puerto. A media mañana, después de muchos intentos de navegar contra la corriente y el viento, Carlos decidió dirigirse al sur, a la primera bahía o ensenada que encontráramos para desembarcar, pero si no la hallábamos nuestro destino final sería Manzanillo ya que no podíamos desembarcar en cualquier parte. Las olas estaban lo suficientemente violentas como para alejarnos de la playa. <\/p>\n

El Rascal<\/em>, velero de 42 pies, nos interceptó a las nueve de la mañana del día siguiente y nos remolcó hasta Bahía de Careyes. Volvimos a tener la sensación de tener piernas pues todo lo habíamos hecho sentados, acostados o de rodillas. Estar parado después de diez días de inactividad era una novedad sorprendente. Mientras me daban un plato con sopa caliente, veía a la Golondrina<\/em> remontar las olas como una tabla para surfear. <\/p>\n

Recordé la noche anterior. Había vuelto a timonear. Me había alejado de la costa para evitar la ruta comercial. Me sentía seguro en la Golondrina<\/em> después de los días que la habíamos tripulado. Iba a extrañarla después de diez días a bordo. En menos de cinco metros cuadrados, Carlos Aragón y yo nos habíamos navegado 450 millas en una situación crítica capaz de convertir a los hombres en enemigos mortales o en hermanos. Y nosotros éramos ya hermanos. <\/p>\n

Vi las estrellas por las cuales nos habíamos guiado durante todo ese tiempo y me sentí al borde del precipicio. ¿Para qué regresar a la civilización si todo se resumía a mantenerse con vida a bordo de una canoa de cinco metros? ¿Para qué, si el mar era mucho más impresionante que la vida que pudiéramos llevar en tierra? La respuesta era sencilla: necesitábamos llegar a puerto para volver a zarpar. La próxima vez sería algo más grande. Habíamos practicado la navegación estilo polinesio y había resultado un éxito.<\/p>\n

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Notas<\/strong> <\/p>\n

1. El ancla de mar es un pequeño paracaídas que sirve para aminorar la velocidad de deriva, además de colocar la proa del velero en dirección de las olas. <\/p>\n

2. Las distancias las expresaremos en millas náuticas, que equivalen a 1,853 metros, debido a que en el mar se miden siempre de esta manera. La razón es muy sencilla: 60 millas náuticas equivalen exactamente a un grado de arco en latitud, así que si uno se ha movido 60 millas en dirección sur, su latitud habrá cambiado en un grado. <\/p>\n

3. Nudo.- Medida de velocidad que corresponde a una milla náutica por hora. <\/p><\/div>\n

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De repente, una ola enorme llegó y nos inundó. Yo me hinqué y de manera automática tomé el achicador mientras veía que el agua alcanzaba los bordes. Completamente inundados, de nada me servía un recipiente tan pequeño y busqué la cubeta. Carlos decía mientras hacía lo posible por mantener el velero en posición: "Con cuidado, tocayo, que esto es serio".<\/em><\/p>\n<\/td>\n

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