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Montañismo y Exploración
Ideas para el principiante en alpinismo, según Eric Shipton
11 agosto 2012

Quienes han practicado o practican el montañismo, tienen ya su propia forma de ver el deporte. El explorador británico Eric Shipton plasmó en uno de sus muchos libros una forma de ver el montañismo y aunque está escrita varios años después de su iniciación, está dirigido básicamente a quienes comienzan y no deja de ser una excelente referencia.







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Es, desde luego, imposible dar una explicación satisfactoria de los impulsos que nos mueven a practicar un deporte cualquiera. En toda actividad humana el motivo predominante varía con el temperamento de los individuos. El alpinismo proporciona saludable ejercicio en un agradable escenario, un sentimiento de satisfacción en vencer dificultades, el gozo, similar al de la danza, de un movimiento rítmico y bien dirigido, un estimulante contacto con el peligro, abundancia de bellos paisajes y una liberación de las fatigosas restricciones de la vida moderna.

El experto gusta de practicar o exhibir su destreza. Hay quien confiesa haber sido llevado al montañismo por un sentimiento de inferioridad engendrado por su fracaso en el colegio en dar a una pelota con suficiente fuerza y puntería. Es probable que estos motivos sean suficientes en sí mismos, y sin duda constituyen la base de muchos otros deportes.

Pero la profunda entrega a un empeño activo cualquiera supone generalmente la persecución de un fin distinto. En el caso del alpinismo, es una especie de identificación personal con las montañas mismas, que nace de una íntima comprensión y de una pugna vigorosa, y que trae consigo una abundancia de filosóficas satisfacciones.

A mi modo de ver, la atracción consiste sobre todo en el recuerdo de estos raros momentos de éxtasis espiritual que se producen tal vez en la cima de un monte, tal vez en un glaciar a la incierta luz del alba o en un vivac iluminado por la luna, y que parecen ser el resultado de una coincidencia de ritmo entre espíritu y paisaje. Desde luego estos momentos no son privativos del montañismo; pueden ocurrir en un desierto, en el mar o en cualquier otro sitio.

Esta exaltación del sentimiento es más frecuente, supongo yo, y se da en circunstancias más normales en el espíritu de los artistas creadores, pero yo diría que las personas ordinarias la encuentran sobre todo en el contacto próximo con la naturaleza.

El alpinismo es un arte en el mismo sentido que lo son la navegación, la equitación o la caza mayor. El dominio a fondo de cada una de estas actividades requiere una combinación de destreza técnica, conocimiento y experiencia. Es posible llegar a dominar el arte de gobernar una embarcación en las rías de Norfolk y sin embargo no saber nada de la navegación en sus aspectos más amplios, como la de altura [N. del E. navegación de altura es la que se hace en alta mar, sin ver tierra firme. La posición de la embarcación se puede determinar sólo por objetos celestes o GPS]; montar bien a caballo sin ser un jinete experto, o cazar tigres e ignorar todo lo referente a la vida de la selva.

Mucha gente, debido a las circunstancias o a sus propias inclinaciones, se da por satisfecha con este contacto superficial. Similarmente, quien se haya limitado a escalar montañas siguiendo los pasos de un guía en un terreno bien conocido está aún muy lejos de poseer el arte completo del alpinismo.

El deporte de la escalada tal como lo entendemos hoy empezó hacia mediados del siglo pasado [N. del E.: siglo XIX]. Mucho antes de esta fecha se habían escalado montañas, pero los motivos para ello parecen haber sido similares a los que el gran público atribuye a los presuntos escaladores del Everest: el honor nacional y algún recóndito objetivo científico.

No fue hasta después de 1850 que la gente empezó a trepar por las alturas de los Alpes como un deporte y por simple recreo. Como es natural, al principio el objetivo era escalar los grandes picos por el camino más fácil y cruzar los pasos altos. Luego, al ir disminuyendo el número de picos aún no vencidos y al irse desarrollando la técnica montañera, el interés empezó a centrarse menos en las cumbres mismas que en las grandes paredes y sierras.

Hoy no sólo se han escalado todos los picos de los Alpes, sino casi todas las sierras y vertientes, y el alpinista que se proponga nuevas conquistas debe dirigirse hacia cordilleras más lejanas en algunas de las cuales el campo es prácticamente ilimitado.

Pero aún con todo esto, los Alpes siguen proporcionando oportunidades tan buenas como las de cualquier otra cordillera del mundo. Y no hay ninguna que ofrezca un campo de entrenamiento tan bueno para los montañeros. La razón de esto consiste en la combinación de tres factores: variedad, accesibilidad y experto en asesoramiento. Allí se encuentran todos los tipos de escalada, desde los pináculos rocosos de los Dolomitas a los grandes precipicios de hielo del Mont Blanc. Los montes mismos son tan apacibles y tan bien provistos de hoteles y refugios, que se puede dedicar la mayor parte del tiempo a la escalada propiamente dicha.

Además, el tamaño de los picos es el exactamente adecuado desde el punto de vista montañero; cualquiera que disponga de quince días de vacaciones puede ir a un refugio y, por poco atractivo que sea, hacer una docena de escaladas. Es, pues, evidente que las facilidades de hacer práctica y entrenarse son allí mucho mayores que las que ofrece el Himalaya, por ejemplo, donde sólo el llegar al pie de los montes cuesta semanas, aparte del penoso trabajo de establecer campamentos de altura y los desagradables efectos del enrarecimiento atmosférico.

Por último, en casi todos los distritos alpinos pueden encontrarse guías expertos; este hecho y el gran número de escaladores que hay allí, contribuyen a fijar un nivel de calidad muy elevado.

Para el novicio, sólo hay dos caminos buenos de iniciación al montañismo. Uno consiste en aprender los rudimentos de un aficionado experto; el otro, contratar un guía profesional. El primer método es el más satisfactorio en muchos aspectos. Con demasiada frecuencia al guía sólo le interesa terminar la escalada cuanto antes; al novicio le es difícil imponerse, y se expone mucho a no hacer otro papel que el de un simple pasajero.

Es también normal que el guía conduzca por un terreno que le es completamente familiar, de modo que el elemento de exploración, que es uno de los aspectos más serios y sin disputa el más atractivo del montañismo, queda para él fuera de cuestión.

En los primeros días del montañismo, cuando los Alpes eran relativamente poco conocidos, estos inconvenientes de los guías eran mucho menos graves, y las relaciones entre guía y cliente no estaban tan comercializadas como hoy. Acaso sea ésta una de las razones que explican que los precursores siguieran tanto tiempo escalando con guías; ellos seguían ejerciendo una función importante en el equipo, y no eran tratados ni mucho menos como un fardo que hay que subir y bajar en el menor tiempo posible.

Pero no es fácil entender por qué el guía siguió siendo considerado durante tanto tiempo como un elemento indispensable. Hubo una época en que los escaladores sin guías eran mirados como contumaces herejes tarde o temprano destinados a acabar mal. Parecía haber algo de taumatúrgico en el poder del guía. Los accidentes sufridos por grupos sin guía eran objeto de ceñudas críticas, y atribuidos a imprudencia temeraria; cuando los sufría un guía, se les consideraba como desgracias fuera del alcance de la previsión humana.

No hay duda que la experiencia de un guía de la localidad represente una considerable garantía, pero exigir que cada grupo de escalada posea un perfecto conocimiento del terreno sería imponer tales límites al campo del montañismo que éste perdería la mayor parte de su encanto. Como no podía menos, este prejuicio contra las excursiones sin guía acabó por desaparecer. Poro a poco se fue abriendo paso la idea, no sólo de que un amateur puede llegar a dominar su especialidad, sino que le es indispensable intentarlo si quiere gustar todos los goces.

El tipo corriente de guía alpino tiene sus limitaciones. Cuando un hombre se ha pasado la vida escalando en el mismo distrito, adquiere una gran seguridad en estos picos concretos y tiende a confiar sólo en su memoria en un terreno que ha recorrido tantas veces. Se le atrofia el instinto de descubrir caminos en un lugar desconocido.

Las dificultades que se encuentran al escalar un pico por segunda vez son sólo una pequeña parte de las que hubo que vencer en la primera; si uno lo escalara cincuenta veces, el procedimiento se convertiría casi en automático, con la consiguiente atrofia de las facultades montañeras. El aficionado experimentado, aunque sea inferior a un guía normal por la falta de entrenamiento continuo durante toda la vida, le lleva una gran ventaja en otro aspecto; como hace la gran mayoría de sus excursiones por terrenos nuevos, su experiencia en afrontar situaciones imprevistas está en constante desarrollo, y su capacidad de explorador montañero crece al compás de su calidad de escalador. Es más, cada tipo de montaña aporta modificaciones en su técnica.

Por ejemplo, un alpinista que todo el tiempo haya escalado el sólido granito de las Aiguilles de Chamonix, seguramente se encontrará perdido en las desmenuzables rocas del Delfinado, y un escalador en el Delfinado tiene pocas oportunidades de adquirir la destreza gimnástica que exigen las Aiguilles. Son muchos los guías buenos que han decepcionado a sus clientes al sacarlos fuera de sus distritos nativos.

Pero estas críticas no son aplicables a los guías realmente grandes —y los hay y los ha habido muchos—, que siempre aventajarán al mejor aficionado en la mayoría de aspectos de su arte. En alpinismo, como en cualquier otra actividad, las cumbres de la perfección son alcanzadas por los profesionales. Por esta razón, háyase empezado con aficionados o con profesionales, la experiencia de escalar con un guía de gran clase forma una parte importante de la educación de un alpinista.

 

Eric Shipton. Por las cumbres. Escaladas en tres continentes. 1962. Editorial Juventud, Barcelona. 224 páginas. s/ISBN. Páginas 26-30

 

Eric Shipton (1907-1977) fue un montañista británico que se reconoce por sus exploraciones en diferentes cordilleras del mundo. Después de haberse iniciado en el deporte en los Alpes, fue a vivir a África, donde ascendió el Kenia y el Kilimanjaro. En 1933 se une a una expedición al Everest pero aunque no logran la cumbre (eso sería hasta 20 años después), escalan diferentes montañas y hallan el piolet de Irvine. Enamorado de las altas montañas, se dedica a explorar las grandes cordilleras: junto con Bill Tillman logra alcanzar por primera vez el santuario del Nanda Devi, dirige expediciones al Everest (una de las cuales incluye a Edmund Hillary y descubre la ruta de ascenso por la vertiente sur), y a otras montañas como el Cho Oyu. Apasionado de la exploración, se dirige a la Patagonia donde hace la primera travesía por el Hielo Continental en 52 días.

Pero más que una lista de sus ascensos, lo más característico de Eric Shipton fue su mentalidad de viajar ligero y desarrollar la idea de que cualquier expedición que valiera la pena podría ser escrita en el reverso de un sobre de correo. También escribió varios libros, donde se nota su pasión por la exploración de cordilleras. Recibió una medalla de la Royal Geographic Society y también por su contribución en la conquista del Everest.



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