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Montañismo y Exploración
La montaña plana

Una carrera de 42,198 metros vista desde la perspectiva de un competidor que además es montañista y, de paso, doctor aficionado a analizar la fisiología del cuerpo humano para sacar más provecho de sí mismo en cada prueba que se pone a sí mismo, como esta “montaña plana”.







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La fatiga se produce cuando se pierden los elementos para generar energía en un músculo: combustible, oxígeno y agua. Exactamente como en un automóvil. En un aprueba como un maratón, uno pierde casi el 30% del agua por la pura respiración. Un montañista, en altitud y en frío, puede perder al 70%. Acostumbrado al frío y a climas secos, tiendo a sudar mucho más que un maratonista. Si no hay agua en los músculos, sobreviene fatiga. La deshidraación no se percibe hasta que ya es grave.

Hay cuatro fuentes de energía en el organismo que se usan de manera consecutiva cuando uno hace un esfuerzo así de largo. La es la glucosa impregnada dentro de los músculos. Es la más engañosa porque al estar directamente en el sitio de combustión nos hace sentir “bien” al iniciar el esfuerzo porque está disponible de inmediato. Pero dependiendo del nivel de esfuerzo, se termina entre 2 y 20 minutos. Para los maratonistas la mejor estrategia es quemarla con el calentamiento porque al pasar de una fuente de energía a otra se produce un fenómeno de transición que puede generar fatiga de manera muy temprana.

La siguiente fuente es la glucosa disuelta en la sangre. Para que los músculos funcionen, los niveles de glucosa nunca deben de estar por debajo de nivel tope o sucederá lo que le conoce como “hipoglucemia”. Esta reserva por funciona por 40 a 60 minutos, pero nunca se debe agotar.

Aproximadamente a ese tiempo se activa la tercera reserva, almacenada en el hígado: el glucógeno. Se descompone y vierte a la sangre para mantener los niveles de combustible que entran a los músculos. El tiempo que dura es muy variable. Da energía por unos 10 minutos más a personas sin buena condición, o hasta una hora más, para los atletas de alto rendimiento.

Cuando se te acaba la glucosa en sangre y el glucógeno en hígado, aproximadamente hora y media después de mantenerte en un ritmo de consumo de energía, se activa la última y más fiel reserva de energía disponible: la grasa parda, que se almacena preferentemente en la espalda y en algunas regiones bajas del abdomen. No en las nalgas, no en el ombligo, tampoco en la cintura ni en las chaparreras.

El cuerpo convierte ese tejido adiposo en glucosa, a una tasa lenta y constante. En personas poco entrenadas, generalmente no produce suficiente energía como para mantener el mismo nivel de esfuerzo; en personas entrenadas es suficiente y puede durar muchas horas. Esto es lo que mantiene a los maratonistas, montañistas y a cualquier deportista de curso largo, con sus diferencias. Cuando se activa este sistema, si se ha cuidado la hidratación adecuadamente y se conserva el ritmo cardiovascular, se restablecen los niveles de energía y llega el famoso “segundo aire”.

En resumen: depués de calentar y activar la entrada de energía de la sangre a tus músculos, con adecuado oxígeno y agua, tienes reservas suficientes —entre sangre e hígado— para correr hasta hora y media, si tienes buen acondicionamiento muscular y un metabolismo promedio. Hasta dos, si lo has desarrollado suficiente. Un maratonista “elite” corre el maratón entre 2:30 tres horas. El promedio lo hace en cuatro. Significa un déficit energético final de 30 a 60 minutos o hasta de dos horas. ¿Cómo se sobrevive? La caída de energía en la sangre en esas condiciones es una situación realmente grave. Provoca lesión muscular, embolia e incluso muerte.

Aquí está el “click” que diferencia a un maratonista de un montañista, si hablamos de habilidades atléticas. La resistencia muscular, se tiene. El tipo de fibras musculares desarrolladas, se tienen. Pero la energía…. todo es cuestión de energía.

Pensaba en ello esa madrugada de domingo mientras me dirigía a la cita en el zócalo de la ciudad de México. Allí todo era movimiento, todos amontonados frente a las cámaras y al panel que marca la salida. Seis mil almas nos inscribimos. Yo estaba en medio y… como si estuviera solo. No escuché el disparo de salida. Sólo me di cuenta que todo el mar de gente empezó a caminar, la gente en las gradas a gritar… Poco a poco fui haciendo mi cadencia de correr. No me sentía ni tenso ni emocionado. Me concentraba en la probabilidad de que alguien con mi formación física pudiera completar la carrera. No me tendría que preocupar hasta llegar a lo que para un montañista sería la “cumbre”: no en la meta, sino en el kilómetro 21. La mitad de la carrera.

En distancias así, un corredor sólo se debe preocupar por su ritmo constante sobre esa pista plana sin obstáculos, en un clima con pocas variantes, con sólo el propio peso (más el de el Ipod y ánforas de agua, si se quieren llevar). Un montañista nunca avanza ligero. Normalmente lleva 10 a 30% más de su propio peso en equipo que se suma al consumo total de energía y oxígeno por kilo de peso. ¿La ventaja? Te da más facilidad para planear la cadencia y tu velocidad. La desventaja: sabes exáctamente en qué kilómetro te va a doler. Y cuánto.

Mis primeros 40 minutos fueron muy felices. En la primera hora, ya esbozaba una sonriza eufórica al llegar hacia la Avenida Reforma. No podía creer lo suave que se sentía mi ritmo al correr. No ponía atención a la gente detrás o delante de mí, si me rebasaban o si lo hacía yo. Sólo miraba los anuncios que marcaban cada kiilómetro que corría. Pero tenía el temor a llegar a la “cumbre”.

Ahí me empezaron a dar mis “recuerdos” de mis expediciones de montaña.

Normalmente cuando entrenas una montaña, se tiene la mala costumbre de entrenar para subir. Ahí es donde se echan todos los kilos, se entregan todos los recursos. Cuando se escala una montaña difícil, se aprende que a veces no se ha entrenado para bajar. En el Huascarán había subido con equpo mínimo y sin encordarme. Cuando llegué a la cima, ya tenía roces con mi compañero, principios de edema pulmonar, una severa deshidratación y nada de agua. El desenso fue terrible. Aprendí que siempre hay que considerar el descenso de una montaña.

La Avenida Revolución es una recta larga y blanca después de su repavimentación con concreto “invencible”; sería el kilómetro 15. Acrecentó la insolación por lo blanco de la pista pero se olvidaron de poner puestos de hidratación con la misma frecuencia que antes. Comencé a sentir un dolor que desconocía, por lo menos no así: ya no me sentía tan fuerte, pero tenía confianza para echar mano de un viejo amigo conocido de los montañistas: el segundo aire.

Todo producto de combustión de energía tiene deshechos. Si bien había considerado cuidadosamente administrar mi energía para soportar la prueba, desestimé un poco lo que haría con el producto de la combustión, o cómo lo manejaría. A mí me llegó mi “segundo aire” en el kilómetro 18. Llegué a mi “cumbre” de una pieza. Fue hermoso y satisfactorio. Ahora, a bajar la montaña y a enfrentar las consecuencias.

Tenía frente a mí todo el sistema de puentes del Circuito Interior, desde Churubusco hasta la Calzada Ignacio Zaragoza. Hasta entonces había corrido en plano pero a partir de ahí la pista eran varias subidas y bajadas. Eso no se veía nada bien para mis piernas.

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