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Montañismo y Exploración
El caso de los exploradores de cavernas
18 noviembre 2008

El caso delos exploradores de cavernas se ha convertido en un clásico para los estudiantes de derecho pero es poco conocido por los espeleólogos, aunque les incumbe, pues se trata de la argumentación legal sobre un caso en un rescate de espeleólogos.







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Ministro Handy

Con gran sorpresa ha seguido los torturados raciocinios a los que este caso ha dado pie. Jamás ceso de admirar la habilidad con que mis colegas echan una oscurecedora cortina de legalismos sobre cualquier asunto que se les presenta para su solución. Hemos escuchado esta tarde disertaciones sobre la distinción entre derecho positivo y derecho natural, sobre la letra de la ley y el propósito de la ley, sobre las funciones judiciales y las funciones ejecutivas, sobre la legislación judicial y la legislación legislativa. Mi única desilusión ha sido que nadie haya hecho cuestión acerca de la naturaleza jurídica del convenio celebrado en la caverna —si fue unilateral o bilateral— , y si no puede considerarse que Whetmore revocó una oferta antes de que se hubiera actuado en base a la misma.

¿Qué tienen que ver todas esas cosas con el caso? El problema que enfrentamos como funcionarios públicos es qué debemos hacer con estos acusados. Esta es una cuestión de sabiduría práctica a aplicarse en un contexto, no de teoría abstracta, sino de realidades humanas. Si se ve el caso a la luz de estas consideraciones, creo que se convierte en uno de los más fáciles que jamás haya tramitado ante esta Corte. Jamás me ha sido posible hacer ver a mis colegas que el gobierno es un asunto humano, y que los hombres son gobernados no por las palabras sobre el papel o por teorías abstractas, sino por otros hombres. Son gobernados bien cuando sus gobernantes entienden los sentimientos y concepciones de las masas. Son mal gobernados cuando este entendimiento falta.

De todas las ramas del gobierno el Poder Judicial es el más expuesto a perder el contacto con el hombre común. Las razones para ello son, por supuesto, bastante obvias. Mientras que las masas reaccionan frente a una situación en términos de unos pocos rasgos salientes, nosotros desmenuzamos en pequeños fragmentos cualquier situación que se nos presenta. Ambas partes contratan abogados para que analicen y disequen. Los jueces y abogados compiten unos contra otros para ver quién es capaz de descubrir el mayor número de dificultades y distinciones en un solo conjunto de hechos. Cada una de las partes trata de hallar casos, reales o imaginarios, para poner en aprietos las demostraciones de la contraria.

Para escapar a estas dificultades, se inventan e introducen, en la situación, distinciones adicionales. Cuando un conjunto de hechos ha sido expuesto a tal tipo de tratamiento el tiempo suficiente, toda la vida y todo el jugo han salido de él y sólo nos queda un puñado de polvo.

Me doy ciertamente cuenta de que donde haya reglas y principios abstractos, los abogados podrán hacer distinciones. Hasta cierto punto el tipo de cosas que he estado describiendo es un mal necesario inseparable de cualquier regulación formal de los asuntos humanos. Pero pienso que el ámbito que realmente necesita de tal regulación se halla grandemente sobreestimado. Hay, por supuesto, unas cuantas reglas de juego fundamentales que tendrán que aceptarse para que sea posible seguir adelante con el juego. Incluiría entre estas reglas las que reglamentan las elecciones, el nombramiento de los funcionarios públicos y el término de duración de sus cargos. Concedo que aquí es esencial que haya límites a la discreción, adherencia a las formas, escrúpulos referentes a lo que cae y lo que no cae bajo la regla.

Pero fuera de esos campos —y de otros semejantes— creo que todos los funcionarios públicos, incluidos los jueces, cumplirían mejor su tarea si trataran a las formas y a los conceptos abstractos como instrumentos. Creo que debiéramos tomar como modelo al buen administrador, que acomoda los procedimientos y principios al caso que tiene entre manos, seleccionando de entre las formas disponibles las más adecuadas para llegar al resultado conveniente.

La más obvia ventaja de este método de gobierno es que nos permite despachar nuestra labor diaria con eficiencia y sentido común. Mi adhesión a esta filosofía tiene, empero, raíces más profundas. Creo que es sólo con la penetración que dicha filosofía nos da, que podemos mantener la flexibilidad esencial para mantener nuestras acciones en una razonable armonía con los sentimientos de aquellos que se hallan sometidos a nuestra autoridad. Más gobiernos han sido derrocados, y más miseria humana causada por la falta de esta concordancia entre gobernantes y gobernados, que por otro factor cualquiera que pueda discernirse en la historia. Una vez que se introduce una cuña suficiente entre la masa del pueblo y los que dirigen su vida jurídica, política y económica, nuestra sociedad se viene abajo. Y entonces ni el Derecho de la naturaleza de Foster, ni la fidelidad de Keen a la letra de la ley nos servirán de nada. Ahora bien, aplicando estas concepciones al caso que nos ocupa, su solución, como ya se ha dicho, se hace perfectamente fácil. Para demostrar esto tendré que dar cabida a ciertas realidades que mis colegas, en su púdico decoro, han creído conveniente pasar por alto, aunque son tan agudamente conscientes de ellas como yo.

La primera de éstas es que este caso ha despertado un enorme interés público, tanto aquí como en el extranjero. Casi todos los diarios y revistas han publicado artículos sobre él, los columnistas han suministrado a sus lectores información confidencial sobre el próximo paso del gobierno; centenares de cartas al editor han sido publicadas. Una de las cadenas más grandes de diarios hizo una encuesta de opinión pública sobre el tema: “¿Qué piensa Ud. que la Corte Suprema debería hacer con los exploradores de cavernas?” Alrededor de un noventa por ciento opinó que los acusados debían ser perdonados o castigados con una especie de pena simbólica. Es, pues, perfectamente claro, cuál es el sentir de la opinión pública frente al caso. Lo hubiéramos podido saber, ciertamente, sin la encuesta, sobre la base del sentido común, o incluso observando que en esta Corte hay, en apariencia, cuatro hombres y medio, o el noventa por ciento, que participan de la opinión común.

Esto revela no sólo lo que deberíamos hacer, sino lo que tenemos que hacer si deseamos preservar entre nosotros y la opinión pública una armonía decente y razonable. Declarar a estos hombres inocentes no requiere que nos compliquemos en ningún subterfugio o trampa poco digna. No es necesario adoptar ningún principio de interpretación de la ley que sea inconsistente con las anteriores prácticas de esta Corte.

Ciertamente ningún lego pensará que al absolver a estos hombres nosotros forzaríamos la ley más de lo que nuestros predecesores lo hicieron al crear la excusa de la defensa propia. Si fuera menester una demostración más detallada del método para reconciliar nuestra decisión con la disposición legal, me bastaría con adherirme a los argumentos desarrollados en la segunda y menos visionaria parte del voto de mi colega Foster. Sé, por supuesto, que mis colegas se horrorizarán ante mi sugerencia de que esta Corte tome en cuenta la opinión pública. Dirán que la opinión pública es emocional y caprichosa, que se basa en verdades a medias y que escucha a testigos no sometidos a repreguntas. Dirán que la ley rodea al juicio de un caso como éste con garantías elaboradas, destinadas a asegurar el conocimiento de la verdad y que toda consideración racional relevante para las cuestiones del caso han sido tomada en cuenta. Formularán la advertencia de que todas estas garantías se esfumarían si se permitiera que una opinión de masas, formada fuera de esta estructura, influyera de algún modo sobre nuestra decisión.

Pero contemplemos sin prejuicios algunas de las realidades de la administración de nuestro derecho penal. Cuando un hombre es acusado de algún crimen existen, hablando en términos generales, cuatro vías por las cuales puede eludir la pena. Una de ellas es que el juez determine que bajo la ley aplicable no ha cometido crimen alguno. Esta es, por supuesto, una determinación que suele tener lugar en una atmósfera más bien formal y abstracta. Pero miremos las otras tres vías por las cuales pueden escapar al castigo. Ellas son:

1) La decisión del Fiscal de no pedir el procesamiento.2) Un veredicto absolutorio del jurado.3) Un indulto o una conmutación de la pena por parte del Poder Ejecutivo.

¿Puede alguien pretender que estas decisiones se tomen dentro de la rígida y formal estructura de reglas que previenen errores de hecho, excluyendo factores emocionales y personales, y garantizan que todas las formas de la ley serán observadas?

En el caso del jurado tratamos sin duda de que sus deliberaciones se mantengan dentro del ámbito de lo jurídicamente relevante, pero no hace falta que nos engañemos nosotros mismos acerca del éxito de tal tentativa. Normalmente el caso que nos ocupa, con todos sus problemas hubiera ido directamente al jurado. Si esto hubiese ocurrido, podemos tener la seguridad de que habría habido una absolución o, por lo menos, una división que hubiera impedido una condena. Si se hubiera dado instrucciones al jurado en el sentido de que el hambre de los acusados y el convenio no son defensas contra el cargo de asesinato, con toda probabilidad el veredicto habría hecho caso omiso de tal instrucción y torcido la letra de la ley mucho más de lo que nosotros estaríamos jamás tentados de hacer. Por cierto la única razón que impidió que tal cosa ocurriera en este caso, fue la circunstancia fortuita de que el presidente del jurado era abogado. Sus conocimientos le permitieron idear una fórmula verbal por la que el jurado pudo eludir sus responsabilidades usuales.

Mi colega Tatting expresa su disgusto con el Fiscal porque éste no decidió el caso por sí, absteniéndose de solicitar el procesamiento. Estricto como mi distinguido colega es en obedecer las exigencias de la teoría jurídica, se muestra no obstante satisfecho con que el destino de estos hombres se decida fuera del tribunal, por el Fiscal y sobre la base del sentido común. El Presidente de la Corte, por otra parte, desea que la intervención del sentido común quede para el final, si bien, igual que Tatting, no quiere participar personalmente en ello.

Esto me lleva a la parte final de mis observaciones, que se referirá a la clemencia ejecutiva. Antes de discutir este tópico directamente, quisiera hacer una alusión a la encuesta de la opinión pública. Como ya he dicho, el noventa por ciento desea que la Corte Suprema deje a estos hombres en entera libertad o les aplique una pena más o menos nominal. El diez por ciento restante constituye un grupo de composición muy rara, de opiniones sumamente curiosas y divergentes. Uno de los expertos de nuestra universidad ha realizado un estudio de este grupo y ha descubierto que sus componentes se subsumen bajo ciertos tipos o patrones. Un número considerable de ellos son suscriptores de periódicos muy pocos serios, de limitada circulación que han dado a sus lectores una versión deformada de los hechos del caso. Otros creen que “espeleólogo” significa “caníbal” y que la antropofagia es un objetivo de la Sociedad. Pero lo que quiero subrayar es, empero, lo siguiente: si bien casi todas las variantes y matices concebibles de opinión se hallan presentados en este grupo, no hubo, que yo sepa, siquiera uno, ni aquí ni en el grupo mayoritario del noventa por ciento, que dijera: “Creo que sería bueno que la Corte condenara a estos hombres a ser ahorcados y que luego viniera otro poder del Estado y los perdonara”. Y, ello no obstante, es esta la solución que en mayor o en menor grado ha dominado nuestras discusiones y la que nuestro Presidente nos propone como una vía que nos evitará cometer una injusticia y simultáneamente preserva el respeto por la ley. Puede nuestro Presidente tener la seguridad de que si esto preserva la moral de alguien, será la suya propia y no la del público, que nada sabe de sus distinciones. Menciono esto porque deseo llamar de nuevo la atención sobre el peligro de extraviarnos en los esquemas de nuestros propios pensamientos, olvidando que estos esquemas a menudo no proyectan la más ligera sombra sobre el mundo exterior.

Llego ahora al hecho más crucial de este caso, hecho conocido por todos nosotros en esta Corte, si bien mis colegas han considerado conveniente ocultarlo bajo sus togas. Consiste en la probabilidad angustiosa de que si la decisión se deja al Jefe del Ejecutivo, éste se negará a perdonar a estos hombres o a conmutar sus condenas. Como todos sabemos, el Jefe del Poder Ejecutivo es un hombre de edad avanzada y de conceptos muy rígidos. El clamor público suele tener sobre él un efecto contrario al deseado. Como he dicho a mis colegas, ocurre que la sobrina de mi esposa es amiga íntima de su secretaria.

Por esta vía indirecta, pero, creo, digna de confianza, he llegado a saber que está firmemente determinado a no conmutar la sentencia si estos hombres son declarados culpables de haber violado la ley.

Nadie lamenta más que yo tener que apoyarme en materia tan importante sobre información que podría calificarse de chismográfica. Si se me dejara hacer, esto no pasaría, pues yo adoptaría el medio práctico de reunirnos con el Ejecutivo para examinar el caso juntamente con él, averiguar cuáles son sus puntos de vista y, quizá, elaborar con él un programa común para encarar la situación. Pero, por supuesto, mis colegas ni siquiera escucharían una propuesta así. Sus escrúpulos por obtener directamente la información exacta, no impide, empero, que estén sumamente preocupados por lo que han sabido indirectamente.

El conocimiento de los hechos que acabo de relatar, explica por qué el Presidente de la Corte, ordinariamente un modelo de circunspección, consideró conveniente agitar su toga ante el rostro del Ejecutivo y amenazarlo con la excomunión si no conmutaba la sentencia. Sospecho que también explica el procedimiento mágico del colega Foster que le permitió remover toda una biblioteca de textos jurídicos de encima de los hombros de estos acusados. También explica por qué mi legalista colega Keen ha imitado al gracioso de las comedias antiguas, corriendo al otro extremo del escenario para dirigir algunas palabras al Poder Ejecutivo “en mi capacidad de ciudadano particular”. (Podría observar, incidentalmente, que el consejo del Ciudadano particular Keen será publicado en las colecciones de fallos de esta Corte, a costa de los contribuyentes).

Debo confesar que cuanto más viejo me pongo más y más me intriga la negativa de los hombres a aplicar su sentido común a los problemas del Derecho y del gobierno, y este caso verdaderamente trágico ha ahondado mi desesperanza y desaliento. Sólo desearía poder convencer a mis colegas de la sabiduría de los principios que he aplicado en la función judicial desde que la asumí. La verdad es que, como si se tratara de un triste cerrarse el círculo, hallé elementos similares a los de este asunto en el primer caso que me tocó como juez del Tribunal de primera Instancia del Condado de Fanleigh.

Una secta religiosa había expulsado a un ministro quien, según dijeron, había adoptado los puntos de vista y prácticas de una secta rival. El ministro difundió una nota en la que formulaba cargos contra las autoridades que lo habían expulsado. Ciertos miembros legos de la iglesia anunciaron una reunión pública en la cual se proponían explicar la posición de la iglesia. El ministro asistió a esta reunión. Algunos dijeron que había entrado sigilosamente y disfrazado; él declaró que había entrado abiertamente como miembro del público. De cualquier manera, cuando empezaron los discursos, los interrumpió con ciertas preguntas sobre cuestiones de la iglesia e hizo algunas declaraciones en defensa de sus propios puntos de vista. Fue asaltado por los miembros de la reunión y recibió una buena tunda, que le causó, entre otras lesiones, la fractura de la mandíbula. Demandó por daños y perjuicios a la asociación patrocinadora de la reunión y a diez personas individualizadas, quienes, alegó, fueron sus atacantes.

Cuando comenzó el juicio, el caso me pareció en un principio sumamente complicado. Los abogados plantearon legión de problemas jurídicos. Hubo intrincadas cuestiones acerca de la admisibilidad de las pruebas, y, en relación con la demanda contra la asociación, se presentaron algunos problemas difíciles: respecto de la cuestión que si el ministro había sido un intruso o alguien autorizado a participar de la reunión. Como novicio en la magistratura, anhelaba aplicar mis conocimientos adquiridos en la facultad y empecé a estudiar de cerca estas cuestiones, a leer las fuentes revestidas de autoridad ya preparar considerandos bien documentados. A medida que estudiaba el caso me vi crecientemente envuelto en sus perplejidades jurídicas y comencé a aproximarme a un estado similar al de mi colega Tanning en el presente caso. Pero, de repente, vi con claridad que todos estos problemas paradójicos realmente nada tenían que ver con el caso, y lo empecé a examinar a la luz del sentido común. De inmediato el caso cobró nuevas perspectivas, y vi que lo que correspondía hacer era un veredicto a favor de los demandados por falta de prueba.

A esta conclusión me llevaron las siguientes consideraciones. La riña en que el actor fue lesionado había sido un asunto muy confuso, con algunas personas que trataban de llegar al centro del tumulto, mientras que otras intentaban salir de él: con algunos que golpeaban al actor, mientras que otros aparentemente trataban de protegerlo. Hubiera llevado semanas el descubrir la verdad del asunto. Decidí que no había mandíbula rota que importara tanto al Commonwealth. (Por otra parte, las lesiones del ministro habían curado sin desfigurarlo y sin ningún desmedro para sus facultades normales). Además, sentí la convicción de que en gran parte el actor mismo había causado su desgracia. Él conocía lo caldeado de las pasiones en torno de esta cuestión, y hubiera podido fácilmente encontrar otro escenario para expresar sus puntos de vista.

Mi fallo fue ampliamente aprobado por la prensa y el público, que no podían tolerar los puntos de vista y las prácticas que el ministro expulsado intentaba defender. Ahora, treinta años más tarde, gracias a un Fiscal ambicioso y a un Presidente de jurado legalista, enfrento un caso que suscita problemas que en el fondo son muy semejantes a los que aquel otro caso encerraba. El mundo no parece cambiar mucho, sólo que en este caso no se trata de un fallo por quinientos o seiscientos frelares, sino que está en juego la vida de cuatro hombres, que ya han sufrido más tormentos y humillaciones que los que la mayor parte de nosotros soportaría en mil años. Llego a la conclusión de que estos acusados son inocentes del crimen objeto de la acusación, y de que la sentencia debe revocarse.

 

Ministro Tatting: el Presidente de la Corte me ha preguntado si, después de haber oído las dos opiniones que acaban de emitirse, deseo reexaminar la posición previamente adoptada por mí. Quiero expresar que después de haber escuchado dichas opiniones, mi convicción de que no debo participar en la decisión de este caso se ha robustecido considerablemente.

 

Hallándose dividido en forma pareja el voto de los miembros de la Corte, la sentencia condenatoria del tribunal a que es confirmada. Se ordena que la ejecución de la sentencia tenga lugar el viernes 2 de abril del año 4300 a las 6 de la mañana, oportunidad en la que el Verdugo Público procederá con la diligencia del caso a colgar a cada uno de los acusados del cuello hasta que muera.

Publicado originalmente en: Lon Luvois Fuller. “The case of the speluncean explorers”. Harvard Law Review Vol. 62, No. 4, February 1949.

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