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Montañismo y Exploración
VOLCANES Y DUNAS
28 diciembre 2003

Ahí donde el estado de Sonora se adelgaza y se dirige hacia la península de Baja California, está la Reserva de la Biósfera El Pinacate y Gran Desierto de Altar, una zona muy amplia de volcanes y desierto. El cruce de la reserva a pie cruzando el escudo volcánico y la parte más angosta de dunas es el tema de este artículo.







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HACIA EL MAR
Bajamos por el lado sur del volcán hacia esa intensa llama de luz que ha estado destellando durante todo el día pero que vimos a la perfección desde la cima. Pero la bajada no fue fácil. No es sólo bajada, sino una intensa búsqueda en los caminos de lava para encontrar el camino menos complicado y también donde nuestras huellas produzcan el menor impacto en la vegetación, que tardaría muchos años en recuperarse de estropearla nosotros.
Al atardecer buscamos un sitio para dormir, pero no es fácil encontrarlo entra tanta roca afilada y, cuando lo hallamos, no es precisamente el sitio que nos gustaría si queremos observar el atardecer. Esa hora del día es uno de los espectáculos más impresionantes que se puedan dar en el noroeste de México. Por eso éramos tan quisquillosos con el sitio para dormir. Al final, elegimos un sitio apenas suficiente, pero que nos dejaba ver el juego de luces.
Al otro día estábamos ya caminando hacia el mar, pero antes debíamos cruzar otro muy distinto, más pequeño pero igualmente inmenso: el desierto de dunas, ahí donde sólo hay arena. Conforme nos acercábamos, esa tenue línea de color café muy claro que veíamos desde la cima del Santa Clara se iba agrandando y se notaba una �playa� muy marcada: ahí donde la vegetación termina. El verde da paso al color arena. ¿Cuánto tardaríamos en ellas?
SORPRESAS
Era algo que no podíamos creer del todo, pese a estarlo viendo, palpando. Estábamos a quince metros del inicio de las dunas y justo antes, como si fuera un estero de vida, había una gran zanja donde había árboles. Los baobaabs de El Principito me vinieron a la mente: pequeños y robustos, fuertes como ningún ser vivo para resistir la sequía del verano, algunos con raíces de hasta 70 metros de profundidad.
Nos detuvimos y comentamos ese verdor mientras veíamos la arena hacia la que nos dirigíamos. Como el mar, las dunas imponen cierto respeto y así nos quedamos, sentados en ese verdor como no queriendo nadar en arena todavía. Hasta que nos levantamos y pusimos un pie en ella, una arena dura donde los pies no se hundían pero donde quedaban perfectamente marcadas nuestras huellas.

A partir de entonces, hicimos una sola línea de pisadas, salvo algunas ocasiones en que tomábamos fotografías o las veces en que Roberto se echaba a correr de pura alegría, subiendo y bajando por las dunas, como un niño en parque de diversiones. Sinceramente, esperábamos un terreno más movible pero nuevamente las lluvias lograron esta arena compacta. Si uno pisa con fuerza, a veces aparece arena más oscura, húmeda.
Pero en otras ocasiones, la arena es efectivamente más oscura. Ceniza volcánica pintada a franjas en la arena. Eso me planteó preguntas que durarían toda la caminata.

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