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Montañismo y Exploración
Por la boca del Mar de Cortés
25 febrero 1999

De repente, una ola enorme llegó y nos inundó. Yo me hinqué y de manera automática tomé el achicador mientras veía que el agua alcanzaba los bordes. Completamente inundados, de nada me servía un recipiente tan pequeño y busqué la cubeta. Carlos decía mientras hacía lo posible por mantener el velero en posición: "Con cuidado, tocayo, que esto es serio".







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Carlos duerme mientras yo sostengo con las dos manos el remo que nos sirve de timón. La noche se expande sobre nuestras cabezas, sobre nuestro velero (Golondrina), que se desplaza con la vela hinchada por el viento. Estamos a muchos kilómetros de la costa más cercana y navegamos en una pequeña canoa de cinco metros de largo rumbo a Puerto Vallarta. Y aquí vamos, en estos cinco metros de velero, rumbo al este, siguiendo estrellas, amaneceres y sirenas invisibles. ¿Sirenas?

—De alguna manera, el mar sabe, tocayo— me había dicho Carlos cuando me entregó el timón—. Y además sabe escuchar, si le hablas de la manera apropiada.

Al principio creí que era superstición de hombre de mar, pero cada vez que yo timoneo y Carlos duerme, escucho las famosas voces. Sirenas... Nada del otro mundo. Más bien algo muy característico del mar, como escuchar las voces del río: milenarias y siempre nuevas.

Los vagabundos del mar


Hasta hace un par de décadas, el mar de Cortés era el sustento de varias familias que se transportaban de un lugar a otro en pequeñas canoas hechas en un solo tronco de madera de huanacastle. Eran básicamente pescadores que se dedicaban a vender o intercambiar su pesca de tiburón por los objetos que más necesitaban. La canoa era su vivienda y su modus vivendi. Las canoas eran hechas en algún lugar de la costa de Jalisco llamado Cruz de Huanacastle y se llevaban a La Paz para venderlas. Esos "vagabundos del mar" ya no existen ahora y de ellos quedan sólo unas cuantas canoas dispersas y generalmente abandonadas a las que nadie presta atención. Los modernos veleros de fibra de vidrio las han desplazado. Así fue como desapareció la más auténtica tradición marinera de México.

Una noche más larga

A las seis de la tarde salimos de Cabo San Lucas. Carlos timoneaba y me mandó a dormir para que estuviera fresco a la hora del relevo. Se dice sencillo, pero tratar de dormir en una canoa que fue usada por los "vagabundos del mar" desde hacía más de 50 años de edad y que apenas sobresalía del agua por unos cuantos centímetros es una realidad muy diferente de lo que conocemos por dormir. El movimiento en el mar siempre es continuo y conforme nos alejábamos, las olas iban adquiriendo proporciones mayores, así que el cuerpo tenía que hacer los movimientos necesarios para contrarrestar el oleaje y mantenerse aproximadamente en el mismo sitio.

A veces, el filo de alguna ola entraba por la borda y el timonel, imposibilitado para achicar el agua porque debía tener las dos manos en el timón y toda su atención en la dirección de viaje, dejaba el trabajo de achique a quien estuviera "descansando", o sea: yo. Me incorporaba somnoliento, tomaba el achicador y vaciaba hasta la última gota. Después procuraba dormir.

De repente, una ola enorme llegó y nos inundó. Yo me hinqué y de manera automática tomé el achicador mientras veía que el agua alcanzaba los bordes. Completamente inundados, de nada me servía un recipiente tan pequeño y busqué la cubeta. Carlos decía mientras hacía lo posible por mantener el velero en posición: "Con cuidado, tocayo, que esto es serio". Y lo era. Una segunda ola reventó sobre nosotros y, carentes de estabilidad por el exceso de peso, en cosa de segundos nos vimos lanzados por la borda al mar. Eran las dos de la mañana.

Apenas nos recuperamos del chapuzón, los esfuerzos de ambos se centraron en un solo objetivo: enderezar el velero. Uno tras otro, los intentos por lograrlo se sucedieron. Metidos hasta el cuello —y a veces más arriba aún— en el agua, vimos salir la luna y desaparecer la noche y para cuando salió el sol ya estábamos agotados por el esfuerzo y el agua helada. El cuarto intento fue el definitivo: el ancla de mar (1) y la corrección de los errores cometidos nos hicieron volver a cubierta seis horas después de volcarnos. Las olas, que habían llegado hasta los cinco o seis metros, eran de apenas tres a esa hora, un oleaje casi agradable después de las embestidas que tuvimos por la noche.

El velero, a fuerza de girar sobre sí mismo y resistir toneladas enteras de agua de un solo golpe, se había estropeado mucho. Habíamos perdido una gran cantidad de equipo y aunque estábamos a sesenta o setenta millas de Cabo San Lucas, no podíamos regresar porque teníamos la corriente y los vientos en contra. Lo último que habíamos visto de la costa fue el resplandor de las luces de la ciudad. Al amanecer, ni siquiera eso. Sólo una aleta de tiburón y, a lo lejos, el chorro de una ballena que sale a respirar.

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