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Montañismo y Exploración
El Gran Trono Blanco

Después del primer ascenso mexicano al capitán por la ruta Salathé, Eduardo Mosqueda y Carlos Rangel se dirigen al Trono Blanco, en la Sierra Juárez, Baja California, para hacer también el primer ascenso mexicano a la pared oriental. Octubre 9 y 10 de 1979.







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Sol, sol, sol.

¿Cuántas maneras hay de ver el sol? Seguramente muchas: un atardecer, un amanecer, en un invierno, desde el Polo Norte, sobre una montaña...

Pero el sol no es ahora un ente imaginario que esperamos —deseamos— ver para que nos proporcione calor. A esta hora de este día de este mes del año y en este lugar, el sol parece un enemigo: cae implacablemente sobre todo. Es real. Es mediodía. Además, la gran reflexión que produce la roca parece aumentarlo. Es el albedo.

—¡Suelta el costal!

Lo hago.

Había estado antes en un desierto y había sentido la intensidad del sol cayendo sobre los hombros y todo el cuerpo y la necesidad de esconderse en cualquier sombra, no importaba lo ridícula que pareciera. Había estado en el —Pecho— de la Iztaccíhuatl con sólo una playera ligera y un pantalón corto porque el calor de la alta montaña era intenso, quemante. También había atravesado una selva y apreciado su intenso calor húmedo.

Pero jamás había estado escalando una pared de 550 metros de altura... con un desierto abajo. Estaba la pared noreste de la Encantada, claro, pero ahí era diferente. Era apenas hace unos meses. Hoy es octubre. El común denominador aquí es el sol.

Y sol es igual a calor

Y calor a sed.

En el costal de gran pared traemos trece litros de agua. La tuvimos que filtrar y aún así tuvimos que adquirir bastante valor antes de decidirnos a tomarla, pues es todo un cultivo en miniatura: protozoarios enormes que podemos ver a simple vista, algas que le dan un ligero color parduzco y hasta ácaros que no pudimos eliminar durante la filtración y que esperamos que no sean parásitos. La cañada, seca, no ofrecía más. La tomábamos o la dejábamos. Pero el valor, el miedo o cualquier otro sentimiento, quedan relegados a un segundo plano cuando se tiene sed en el desierto.

Y la tomamos.

¿Qué hacemos aquí? —Realizar la primera ascensión de mexicanos al Gran Trono Blanco—, habíamos decidido después de haber sido los primeros mexicanos que escalaban la ruta Salathé Wall, en el Capitán, dentro del Valle de Yosemite: —la ruta más bonita del mundo, en el monolito más grande del mundo—, al parecer de los mejores escaladores actuales.

Pero no es eso únicamente lo que nos mueve a ascender metros y metros por la vertical y blanca pared de granito. Tenemos, además, que —sacarnos la espina—. Un año y medio ha pasado desde que nosotros, el Grupo de Montañismo y Exploración de la Universidad Nacional Autónoma de México, fracasamos en esta pared debido al mal tiempo: treinta horas de lluvia continua que se había desatado después de un hermoso día: un cambio sorprendente. Por algo los escaladores estadunidenses llaman a esta zona de Baja California la —Patagonia de los Pobres—.

La pared

Después que Eduardo Mosqueda ha concluido de subir el tramo, recupera el costal mientras yo coloco mis jumares en el cable ya fijo y asciendo para quitar todos los anclajes que ha puesto. Es técnica de Gran Pared.

Estamos sobre el séptimo largo de cuerda y lo único que tenemos en mente son dos cosas: subir es la primera; que el sol se oculte es la segunda. Uno ve esto de manera tan diferente desde allá abajo que no es posible equiparar los planes con la realidad.

Nosotros desconocíamos esa realidad.

No esperábamos que la cañada estuviera tan seca, pero de todos modos llevaba un poco de agua. Tampoco pensamos en la travesía en ese terreno lleno de piedras sueltas y cactáceas con las que nos espinamos varias veces. Terreno difícil pero diferente al que habíamos recorrido la vez anterior.

Sobre lo que teníamos una certeza completa era acerca de la sed que íbamos a pasar. Ya la habíamos experimentado en el Capitán, pero eso no nos pasaría ahora. Definitivamente.

Así, cargamos además de los trece litros de agua, que eran nuestro mayor tesoro, comida ligera que no fuera excesivamente seca. La experiencia del Capitán nos enseñó que es prácticamente imposible tragar —que no comer— una dieta basada en cacahuates y nueces con una cantidad ilimitada de agua.

¿La ruta? Escogimos la que intentamos la vez anterior. —Volkswagen—, tiene por nombre, no sabemos porqué. Los escaladores ponemos nombres tan raros a las rutas que abrimos que preguntarse el porqué de este nombre es inútil. Quizá el vehículo en que viajaron quienes la escalaron por primera vez.

Después de haber fijado dos cuerdas el día anterior, dormimos en la base de la pared. Eduardo había subido, solo, al atardecer, mientras yo acondicionaba un lugar para dormir en medio de tantas piedras.

Primer día

El amanecer fue hermoso. La pared tiene una orientación Este y nos despertaron las primeras luces del alba rojiza. Un sol que salía de más allá del Mar de Cortés. Subimos Eduardo primero y yo, con el costal en la espalda, después. El principio es tan especial que se hubiese atorado con facilidad si lo hubiésemos recuperado jalándolo desde arriba.

Luego de una travesía, y con Eduardo por delante, llegamos al punto desde donde Mauricio López y él habían retrocedido. —Nadie ha pasado desde aquella vez—, aseguró mi compañero al corroborar que los clavos y anillas que había dejado para descender estaban en la misma posición. —Somos los primeros, al menos en más de un año, en pasar por aquí—. De ahí en adelante, ningún mexicano había pasado.

Y me tocó el turno de guiar.

Era un largo de cuerda completo —45 metros— con sólo tres protecciones, una de las cuales se salió apenas me había separado de ella tres metros. El punto de reunión era un bloque donde coloqué tres clavos porque no había cabida para otro tipo de protección. Tres clavos en un bloque algo flojo porque no había otra alternativa. Y nos tenían que aguantar.

A Eduardo, al costal y a mí.

Siguió punteando Eduardo por el tramo más delicado de toda la ruta: roca descompuesta, bloques flojos. Al final, me esperó bajo un pequeño techo sentado en una —silla—. —Si mal no recuerdo —dijo cuando estuvimos cerca— el siguiente punto de reunión es aéreo—. Reímos. El siguiente punto de reunión no podía ser más aéreo que ése. No teníamos los pies apoyados en lugar alguno. El apoyo era el vacío. Es uno de esos lugares en los que uno se siente maravillado de lo que el hombre puede hacer: colgados de dos nueces, esas piezas de metal que —no pueden cambiar la escalada—, según la creencia de muchos escaladores.

Pero la habían cambiado.

También es uno de esos lugares en los que uno no puede rebasar al compañero, por lo que no pudimos alternar como lo habíamos planeado. Después del techo, la ruta continuaba por un diedro inclinado muy bonito. El siguiente punto de reunión tampoco permitió que yo pasara adelante. Nuevamente, el lugar fue aéreo y tuve que asegurar sentado en la silla. El lugar era bonito. Todo lo era. La Laguna Salada, allá abajo y muy lejos, nos recordaba sin mucho esfuerzo que estábamos en un desierto. Había cambiado de tonalidad con la luz del día. Poco después del amanecer parecía un enorme lago que reflejara la luz del sol. Después se fue tornando grisásea y, finalmente, blanca.

¿Cómo podía fijarme en tantas cosas? Baja California me cautivó desde que la conocía hace varios años. Nunca había tenido especial predilección hacia lugar alguno de la república hasta que conocí Baja.

En ese momento pasó.

Una piedra grande que había dejado caer accidentalmente Eduardo, empujó a otra más pequeña. Después del grito de advertencia, esperé a verla para esquivarla. El punto de reunión, sin embargo, no tenía lugares protegidos y estaba, en cambio, muy expuesto. Cuando la piedra apareció de entre los arbustos que estaban encima de mí, no pude evitar el impacto. Sólo sentí un golpe sordo y un intenso zumbido en los oídos.

Supe que Eduardo me llamaba, pero también tenía consciencia de no haberlo escuchado. Traté de gritar que estaba bien (aunque no lo sabía realmente) pero el zumbido no me dejaba coordinar ideas ni palabras. No sé cuánto tiempo pasó. Seguramente unos segundos, aunque me parecía demasiado tiempo. Después empecé a escuchar a mi compañero, al tiempo de ir disminuyendo el zumbido.

—¿Estás bien?
—Sí. ¿Cuánto te falta para llegar?
—Poco.
—Bien; apúrate y baja.

Mientras llegaba conmigo me di cuenta de otra cosa. La roca sobre la cual había apoyado la cabeza y mis pantalones se estaban tiñendo de rojo. Rápidamente.

Coloqué la cinta para el cabello un poco más arriba de tal manera que impidiera que la sangre cayera en los ojos: tenía una bonita rajada de dos centímetros y medio en la parte superior izquierda de la frente. Cuando tuve las manos libres —ya no estaba asegurando a Eduardo—, abrí el costal y empecé a comer frutas secas. También bebí agua.
Eduardo llegó conmigo y después de instalarse, me atendió. Detuvo de alguna manera la hemorragia y me limpió la cara. La cinta había ayudado bastante a la coagulación.

Después volvió a subir.

Y ahora estoy subiendo lentamente ese tramo bajo el cual fui herido. Lentamente.

No deseo puntear el siguiente largo de cuerda debido a la pérdida de sangre (y al zumbido que persiste, pero bajo), pero mi compañero me convence —y yo también— que no presenta gran dificultad. Así que paso adelante. El siguiente tramo es más difícil y lo puntea Eduardo. Tarda. Es un diedro que se podría subir fácilmente en artificial, pero hemos venido a escalar en el mejor estilo: lo más natural que se pueda. Y esto implica no utilizar puntos de artificial ni para descansar.

Mi compañero utiliza únicamente un anclaje para mantenerse en equilibrio. El paso debe estar difícil, pues nunca hace tal maniobra, a manos que su situación sea muy comprometida. Pasa. Pero tal vez lo mejor de todo sea que desde hace un par de horas no nos da el sol. Ahora vemos crecer la sombra del Trono conforme el astro rey sigue avanzando.

Realizamos las mismas maniobras: él recupera el costal y yo subo con jumars. Hemos llegado a una repisa amplia, pero —todavía hay tiempo— y subimos otro largo de cuerda. La repisa siguiente es menos amplia y más incómoda, pero preferimos mal dormir que dejar tramos para mañana.

Nos detenemos. En el campamento base dejamos olvidada la lámpara y casi es de noche. Un poco más tarde no nos podremos mover. En la penumbra organizamos el vivac y después comemos: mermelada, miel, pasitas, ciruelas pasas y dulces además, claro, de nuestra ración de agua.

Saco la cámara, le coloco el flash y disparo. La repentina luz brillante nos deja deslumbrados. Durante cinco minutos seguimos viendo, en plena oscuridad, un punto color violeta.

Y después, a descansar. Mañana nos esperan más de cien metros de escalada y el descenso al campamento base. Estamos contentos, pues hemos avanzado diez tramos (alrededor de 450 metros de escalada) en un día. Estamos seguros de que mañana llegaremos a la cumbre. Más tarde o más temprano, pero llegaremos.

Como de costumbre, apenas cierro los ojos, me duermo. Es mi ventaja en los vivacs. Hasta ahora me ha sido ventajoso pues he podido dormir y descansar donde otros apenas han podido cerrar los ojos. Muchos se sorprenden al verme dormir completamente colgado de mi swami, sentado en una placa rocosa de 45 grados de inclinación y con los pies suspendidos en cintas, como hicimos en el Capitán hace una semana. Por supuesto, al principio también me sorprendió pero con el tiempo he aprendido a apreciar mi sueño profundo y a tener precauciones.

Durante la noche, no sé a qué hora, me despierta la voz de mi compañero:

—¡Apaga esa luz!

Debe ser muy tarde (¿o muy temprano del otro día?) porque la luz a que se refiere es la luna, que hace que el desierto se vea de manera diferente. Definitivamente es el desierto el lugar que más me gusta. Tiene unos cambios de tonalidad maravillosos, un paisaje siempre diáfano y enorme que se palpa con la vista en el infinito y, sobre todo, se necesitan saber muchas cosas antes de aventurarse en él. Conocer. Todo en conjunto es, tal vez, lo que muchos nombran como el llamado del desierto. Luego de escuchar ese comentario, cierro los ojos y me duermo nuevamente.

Segundo día

El amanecer vuelve a ser espléndido. Ahora estamos a mayor altura que ayer y podemos ver claramente el Mar de Cortés. Disponemos de todo el material y Eduardo vuelve a puntear. Es un tramo sencillo: pared inclinada, grietas y apoyos donde quiera. El único problema es la recuperación del costal. En las grietas hay muchos arbustos y éstos lo atoran continuamente. Además, está la ruta en diagonal. Cuando llego al punto de reunión, quiero pasar al frente pero Eduardo me dice:

—Mejor resérvate para allá arriba. Mira.

Sobre nosotros, la pared se vuelve desplomada y parece —la perspectiva se pierde un poco mirando hacia arriba— que algunos techos tapan el paso. ¿Por dónde?, es la pregunta que nos hacemos. Hasta ahora no habíamos tenido problemas de este tipo porque la ruta misma se iba delineando sola. Pero aquí hay que elegir y no sabemos cuál será la buena. Podemos seguir una de dos rutas, pero sólo una es la buena. No sabemos cual. Tenemos un 50% de probabilidad de que nuestra decisión sea acertada. Y 50% de que no lo sea. Estos número, sobre el desierto y poco agua, tienen mucho peso en la decisión y en el futuro inmediato.

Elegimos una que parece ofrecer el mejor paso. Si nos equivocamos, tendremos que regresar. Eduardo sigue punteando hasta terminar algunos metros por debajo de un techo de cinco o seis metros de largo que habrá que pasar, indudablemente, en escalada artificial por una de dos angostas grietas. Un problema que parece insoluble pero que en teoría no lo es. Ni en la práctica. Lo único que nos detendría sería que saliendo del techo hubiera algo que no pudiéramos resolver, no esta escalada A3 que tenemos encima.

—Es mi turno—, me digo.

Desde el principio habíamos acordado que si había escalada artificial difícil yo pasaría al frente porque soy más ligero y mi entrenamiento se dirigió a practicar más este tipo de escalada. Preparamos el material para equipar y pasar el techo: clavos, nueces, stoppers, estribos, anillas, martillo y, antes de partir, unos tragos de agua, algunas frutas secas y dulces. No sé cuánto tiempo voy a estar colgado sobre el vacío. Podía ser una hora... o seis y, en el peor de los casos, de todos modos tener que regresar por donde veníamos hasta hallar la ruta correcta.

Desde donde estábamos detenidos no se observaban bien las grietas y decido explorar cada una de las grietas para comprobar su accesibilidad. Subo dos metros hasta ver más de cerca la grieta de la izquierda y regreso. Tenía que observar de cerca el ancho preciso de la grieta, la consistencia de la roca, los detalles finos que sólo estando en la pared hacen decir: —es una buena ruta—.

Luego voy a la derecha. Pese a ser más largo el tramo por este lado, si ofrece mayores posibilidades de avance, subiré por ella. Como la otra, a primera vista parece que repelerá cualquier intento de escalada y como es más larga, estoy a punto de elegir la primera cuando Eduardo me dice:

—Ve bien, parece que es mejor ésa.

Aunque sé que no era cierto, me recorro un poco más a la derecha para ver mejor y al voltear hacia el techo... Es sólo una visión fugaz y me resisto a creerlo. Muchas veces la imaginación nos juega bromas pesadas y hay que ser muy cautos. Pedí más cuerda. Sí, ahí estaba! Era un boquete en el techo y tal vez cupiera una persona en él. Un boquete. Un agujero natural que atravesaba de lado a lado ese techo de granito de cuatro metros de espesor como una chimenea el techo de una casa. Formada quién sabe cómo, esa chimenea nos ahorró horas de trabajo. Tal vez hasta el retroceso a otra alternativa.

Sólo falta un largo de cuerda. Eduardo vuelve a ser el primero de la cuerda. Momentos después, a las 14:00 horas, me uno a él en la cumbre. La cumbre de una pared rocosa mexicana que pertenecía hasta ahora a los norteamericanos y a los sueños de los mexicanos. Somos la primera cordada de mexicanos que ha escalado la cara este del Gran Trono Blanco.






 



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